Pintura

Talento y belleza (III)

La Razón
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No sabía cantar y carecía de dotes para el baile, pero a mí aquella madrugada en «Short's» me pareció que Lena McCain podría salir adelante con el simple recurso de aquel rostro en el que se gastaba cada mañana meticulosamente tanta pintura como Van Gogh en cualquiera de sus expresivos autorretratos. El rostro se había convertido para ella en su verdadero capricho, en un antojo que le salía tan caro como si cada mañana le diese de comer langosta a un perro con el hambre más grande que la boca. Pensé que la belleza alivia a muchas mujeres de la penalidad de cualquier esfuerzo y que si lograse colar a Lena como cantante en el Savoy, la clientela se conformaría con escuchar cara a cara la bellísima dicción de las facciones de aquel rostro en el que parecía que sólo fuese a anochecer cada cuatro días. Lena McCain había estado algún tiempo en Londres pero se volvió porque dijo que la niebla del Támesis empañaba sus joyas. Como cualquier cuadro impresionista, el rostro de Lena perdía mucho si faltaba la luz pero también si era excesiva. Alguien le había dicho que le convenía la tamizada luz del Savoy, que ella imaginaba calculada para que al rostro de una mujer se le viese la belleza sin que se le notase la edad. Recordé algo que le había escuchado a Kate Sinclair mientras hablábamos sobre la importancia de la luz en la belleza: «Hay un momento en la edad de algunas mujeres en el que lo que más temen de envejecer no es la posibilidad de que se les desprenda la matriz, sino el riesgo de que, por culpa de la excesiva luminosidad de la consulta, las trate de usted el ginecólogo». Tenía razón Lena McCain. La mulata luz del Savoy minaba la identidad del menú en los platos pero mitigaba en el rostro de las mujeres los naturales estragos del tiempo. Por eso encontré natural su ruego de aquella noche: «Llévame contigo a ese sitio, encanto. Dicen que en el Savoy incluso la luz tiene solapas»...