Coronavirus

Un confinamiento en ultramar (XXXV): De vuelta a las terrazas

Al disminuir la riqueza y complejidad de las relaciones entre especies multiplicamos las posibilidades de nuevas zoonosis»

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Escribes un diario para explicar el envés de las noticias, embrollar lo que nos sucede y aclarar lo que intuimos. O al revés. Decía Umbral que, en realidad, un diario está hecho para «contar todo lo que pasa en una vida, a condición de que no pase nada». Ocurre que lo cotidiano y lo general van dopados de novedades demasiado grandes, y que según el autor de Las palabras de la tribu generan en el lector «una expectación de novela, hacia atrás y hacia adelante» que «corta el hijo del diario» y rompe los «azorinianos/orteguianos primores de lo vulgar». Lo que nos pasa, finalmente, es que un virus ha pasado a cuchillo a decenas de miles, ha triturado la economía de las naciones y nos ha encontrado con unos líderes de una futilidad a juego con unos tiempos donde la vanguardia de la lucha antifascista, sea lo que sea eso, encuentra acomodo en telebasura. «Hacía tiempo que nadie le callaba la boca al fascismo en prime time y con tanto estilo», dice una Ada Colau que desafiando toda lógica todavía ejerce como alcaldesa de la segunda ciudad de España. Colau, antigua activista, ayer y hoy confitada en la más asombrosa puerilidad, agradecía así a un presentador de televisión que, por lo que me cuenta gente cercana, habría triturado en antena a otro periodista.

Como explica un amigo, ya Adorno teorizó, más o menos, sobre las técnicas de ridiculización y socavamiento del enemigo mediante el uso de opiniones cargadas de hemoglobina emocional. Entrevistado en El Confidencial por Juan Soto Ivars, el científico del CSIC Manuel Valladares alerta de que el empobrecimiento de los ecosistemas, la creciente liquidación de la biodiversidad y la desaparición de especies nos deja en pelota picada frente al auge de unos patógenos súbitamente liberados de la primera línea de resistencia. Al disminuir la riqueza y complejidad de las relaciones entre especies multiplicamos las posibilidades de nuevas zoonosis, potencialmente letales, ricamente potenciadas por la globalización, y muy difíciles de cuantificar en términos de costes económicos. ¿A cuánto ascenderá la cuenta del coronavirus? En Nueva York, que vive de la bolsa, el mercado inmobiliario y los mass media, pero sobre todo del turismo y los servicios, las primeras predicciones resultan devastadoras. Hace ya dos semanas que la revista Forbes hablaba de que el coronavirus habría costado, sólo en impuestos, entre 5 y diez mil millones de dólares. En una ciudad que apenas necesitó un lustro, durante los años setenta, para convertirse en una Babilonia tercermundista. El Bronx ardía cada noche, Times Square brillaba con neones clamorosos y ejércitos de adictos hicieron de Alphabet City una pandemia urbana.

El cataclismo del precio del suelo, el aumento del crimen y la degradación de las calles provocó la huida de las clases medias y la pérdida de buena parte de los ingresos municipales. La ruina también propició su última gran eclosión artística, cuando los pintones descalzos y las modelos desnudas y las rockeras de chupa andrógina y los mariquitas que cantaban como ángeles en llamas y los coreógrafos, escultores, bailarines, dramaturgos y poetas hicieron de sus casonas derruidas, sus salones sin calefacción, su Soho colonizado por las chinches una meca de la mejor literatura y el arte y la música más rabiosamente necesarios. Pero tiene que existir alguna forma de evitar que todo Manhattan acabe por ser coto privado de multimillonarios rusos y chinos sin que medie una peste vírica. Sin sufrir de paso la maldición de unos filósofos adocenados, caprichosos, bulímicos de egotismo, sobones de predicar bobadas, que vienen a explicarnos las virtudes del apocalipsis, las bondades de la catástrofe, las delicias de la hez sistémica. Encandilados por el brillo de la bomba los intelectuales de salón prometen que toda crisis abre un abanico de golosas opciones. La caída del mercado permitirá que los peatones del mundo vuelvan a disfrutar de las pequeñas/grandes cosas de la vida, del perfume de las flores o el olor del café recién tostado. Al mismo tiempo que nuestros vampiros posmodernos reclaman la caída del capitalismo, y suponemos que de la democracia, desde unas cátedras estupendamente pagadas, el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, admite que la ciudad estudia un escenario con calles cortadas, que permita que los restaurantes puedan ampliar la superficie de sus terrazas. Política real, sin aditivos melodramáticos, mientras los cínicos pelean en los platós contra el fascismo y/o pronostican la oxigenante salida de la caverna.