San Petersburgo
Un gobierno a la sombra del «rusiagate» mina al equipo de Trump
La Administración Trump vive en el alambre un año después de la victoria electoral mientras el fiscal especial Robert S. Mueller reúne más pruebas del vínculo con Moscú.
uando el pasado 30 de octubre un gran jurado imputaba a Paul Mannafort, ex jefe de la campaña de Trump, y a uno de sus subordinados, Rick Gates, quedó claro que el fiscal especial, Robert S. Mueller, va muy en serio. No ya por la extrema gravedad y variedad de los delitos de los que se les acusa, entre otros el de conspiración y lavado de dinero, sino, también, por la situación estratégica de un Mannafort que dirigió las operaciones electorales de Trump hasta agosto de 2016. Aunque el grueso de los delitos que penden sobre la dupla habrían sucedido antes de su incorporación a la campaña, cunde el desá-nimo. «Todos en el entorno presidencial está perdiendo los nervios», le habría comentado un republicano al «Washington Post».
La razón del desasosiego la explicaba en ese mismo periódico el reportero Amber Philips: «Mueller podría estar presionando a estas figuras externas para que cooperen y compartan lo que puedan saber del círculo más cercano a Trump». «De ser cierto», añadía, «explicaría la actitud de un FBI que llamó a la puerta de Manafort en una agresiva redada de madrugada o que el fiscal especial también esté investigando al hijo de Michael Flynn».
Y esto no es nada comparado con las implicaciones que pueden derivarse del testimonio de George Papadopoulos, que ha confesado que mintió al FBI respecto a sus contactos con Rusia. Se trata de otro personaje cercano a la campaña republicana, menor pero relevante, y que estaría, ahora mismo, cantando a los investigadores las posibles conexiones de los hombres de Trump con el Kremlin. Según informaba «The New York Times» este mismo viernes, en un completísimo reportaje a partir de documentos publicados por el equipo de Mueller, Papadopoulos, que llegó a ejercer durante la campaña como uno de los numerosos consejeros en política exterior de Trump, mantuvo una reunión en Londres para, supuestamente, tantear la posibilidad de que el futuro presidente pudiera reunirse con Vladimir Putin. A la velada, celebrada el 24 de marzo de 2016 en la capital británica, asistieron otros curiosos personajes. Allí estaban Joseph Mifsud, natural de Malta, profesor, supuesto experto en relaciones internacionales, y Olga Polonskaya, «una rusa de 30 años de San Petersburgo y ex gerente de una empresa de distribución de vinos. El señor Mifsud se la presentó al señor Papadopoulos como sobrina de Putin, según documentos judiciales».
Un mes después, abunda el diario neoyorquino, Misfud le habría revelado a Papadopoulos que los rusos disponían de información confidencial que podría usarse para desacreditar a Hillary Clinton. Mientras que la misteriosa Polonskaya habría multiplicado el abanico de relaciones de alto nivel de Mifsud en Rusia, los investigadores del FBI consideran probable que «algunas de las personas que mostraron interés por Papadopoulos participaran en una operación de los servicios secretos rusos».
Conviene recordar que en mayo de 2016 salía a la luz el robo de miles de emails del Partido Demócrata, y que en los siguientes meses Wikileaks comenzaría a bombear miles de correos electrónicos pertenecientes a Hillary Clinton. A finales de año, cuando Trump ya había ganado las elecciones pero faltaban semanas para que tomase posesión, las agencias de inteligencia estadounidenses ya estaban seguras de que el espionaje ruso estaba detrás de la sustracción de los correos demócratas.
En marzo de 2017 el entonces director del FBI, James Comey, confirmó que estaban investigándolo. En febrero había dimitido el ex general Michael Flynn, flamante consejero de seguridad del presidente, tras saberse que habría negociado con los rusos antes de jurar el cargo. En mayo Trump despedía a Comey. Pero lejos de acabar con las pesquisas que, cuando menos, podrían situar en el disparadero a buena parte de sus colaboradores más cercanos, la investigación fue a parar a manos de Robert S. Mueller III. Un sabueso. Uno de esos agentes del FBI que parecen forjados en la fragua de Eliot Ness. Mueller dirigió la agencia entre 2001 y 2013. A las órdenes de George W. Bush en los días más duros de la guerra contra el terrorismo y, a petición de Barack Obama, durante dos años más de los diez preceptivos. Pues bien, en otro movimiento feroz el fiscal y su equipo estarían acuciando a Flynn por la posibilidad de que les fueran ofrecidos hasta 15 millones de dólares a cambio de ayudar al secuestro y traslado a Turquía del clérigo Fethullah Gulen, al que el presidente Erdogan reclama por su presunta participación en el intento de golpe de Estado.
El primero en alertar sobre el posible plan fue nada menos que James Woosley, antiguo director de la CIA, que habría participado en una de las reuniones. Flynn lo negó todo de forma categórica, pero la historia, según explica «The Wall Street Journal», habría interesado a Mueller y a sus hombres lo suficiente como para interrogar a varios posibles testigos. Un delito lo suficientemente serio como para echarse a temblar: el secuestro, incluso en grado de tentativa, acarrea penas muy severas. No digamos ya si se recibe dinero a cambio. Los abogados del militar han calificada de falsa la historia, pero claro, a nadie se le escapa que Flynn también está siendo investigado por la posibilidad de que trabajara durante la campaña de 2016 y a cambio de generosos cheques como lobista del Gobierno de Ankara durante la campaña. Miranda Green, de CNN, recordaba en una pieza que «es ilegal actuar como lobby de un gobierno extranjero en EE UU sin informar al Departamento de Estado». «Flynn», añadía Green, «habría expresado su preocupación por las posibles implicaciones legales que podrían derivarse para su hijo, Michael Flynn Jr., quien, como su padre, está bajo la lupa de Mueller».
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