La Razón del Domingo

La burbuja burocrática

La desafección de la gente hacia los sindicatos tiene mucho que ver con el intervencionismo, que perjudica más que ayuda

La burbuja burocrática
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El descrédito del sindicalismo quizá no se explica sólo por sus actos, entre intimidatorios y corruptos, y no sólo por su identificación con la política y las burocracias empresariales. En la desafección que los trabajadores sienten hacia sus supuestos representantes ha cumplido un papel importante el intervencionismo sistemático de sus ideas, sus propuestas y su funcionamiento. El intervencionismo a menudo concede unos engañosos abrazos del oso que al final dejan a sus pretendidos beneficiarios encerrados en callejones sin salida.

En primer lugar, los sindicalistas no pueden escaparse del intervencionismo en lo que toca a su propia existencia y operatividad. No son capaces de concebir que los sindicatos, como las organizaciones empresariales, no debieran gozar de privilegio alguno ni costar un euro a los contribuyentes. Y privilegios tienen muchos, como la figura del «liberado» sindical, que existe desde hace muchos años pero que, reveladoramente, ahora ya es algo conocido por el público... y no precisamente valorado por el mismo.

Los costes del sindicalismo para el ciudadano son abultados pero, otra vez, reveladoramente, son poco transparentes. Los líderes se ocupan de disfrazar ese coste, por ejemplo, limitándose a hablar de ingresos por cuotas y no de gastos. Así, nos dicen que aproximadamente un 70 % de los ingresos de los sindicatos proviene de las cuotas de sus afiliados, que aportan unos 100 millones de euros por año. Estos datos son engañosos, porque los gastos de los sindicatos son muy superiores a cifras de ese orden.

El truco consiste en considerar las sumas cobradas por programas o formación continua, por ejemplo, como algo que no forma parte de los ingresos sindicales, que quedarían reducidos así a las cuotas y a una subvención que las complementa, y que justifica así Cándido Méndez: «Busca resolver la discrepancia entre el hecho de que los sindicatos defendemos los intereses generales de todos los trabajadores y que cuando tomamos una decisión o firmamos un acuerdo afecta por igual a todos, afiliados o no».

Aquí tenemos un buen ejemplo de cómo el intervencionismo resuelve los problemas que él mismo crea, en este caso: la falta de incentivos a pagar lo que vamos a recibir de cualquier manera, paguemos o no. Es, sin embargo, falso que los sindicatos defiendan a todos los trabajadores, con lo que también lo es que resulte plausible o inevitable que todos se vean forzados a financiarlos. Pero, encerrados en el intervencionismo, los sindicatos no saben cómo salir. Son conscientes de que los ciudadanos rechazan su financiación pública, pero, como no son capaces de plantear una alternativa liberal, lo único que se les ocurre es aún más coacción.

¿Afiliación obligatoria?

Méndez coqueteó con la propuesta de la afiliación obligatoria, que Nicolás Redondo padre planteó en los años 1980, ahora bajo la forma de «un canon a abonar por los trabajadores no afiliados afectados por un convenio o un ERE». Otra vez, la coacción crea el problema e invita a más coacción para resolverlo.

En segundo lugar, el intervencionismo, que es la norma en el mundo laboral tanto en la derecha como en la izquierda, es transversal en las ideas y propuestas de los sindicatos, con lo cual, entre otras cosas, dificulta que sean contemplados por la sociedad civil como parte integrante de la misma y de su pluralidad, lo que contribuiría a limar las asperezas entre ciudadanos y sindicatos, ampliamente percibidos como una réplica de las reducidas opciones políticas abiertas a la ciudadanía.

El antiliberalismo de los sindicatos empieza por el mercado de trabajo, porque siempre se han negado a lo que signifique flexibilización, reducción de costes y libertad de contratar. Esto se ha hecho en España poco, tarde y mal, porque, como hemos dicho, el intervencionismo en lo laboral no está monopolizado por los sindicatos: no hay más que ver cómo son los ministros de Trabajo, de todos los partidos. Pero los sindicatos son aún más intervencionistas en este terreno que los demás, lo que es absurdo, porque nadie puede seriamente creer que el paro en nuestro país no tiene que ver con el mal funcionamiento del (también mal) llamado mercado laboral. Y así, los vemos ahora encarando el 1 de Mayo contra la desaparición de la ultraactividad, un disparate intervencionista que nunca ha ayudado a los trabajadores.

En el marco más amplio de las propuestas económicas, micro y macro, también el sindicalismo se apunta a cuanta ocurrencia intervencionista circule por ahí. Jamás les veremos reclamar una rebaja de impuestos. Al contrario, exigirán que aumenten, aunque con la coartada habitual de que lo hagan «sobre los más ricos», una falsedad, puesto que los que pagan impuestos son precisamente aquellos que los sindicatos presumen de defender: los trabajadores asalariados y los consumidores. En vez de protegerlos frente a la austeridad impuesta por los gobiernos, Ignacio Fernández Toxo lamentó la austeridad (bastante endeble, la verdad) de esas mismas autoridades, mientras que despotricó contra el control del déficit y el «transferir recursos de lo público al negocio privado». Nunca se ha quejado de los impuestos, que hacen lo contrario.

*Catedrático de Pensamiento Económico de la UCM