Papel
Con la vida a cuestas
Da igual la parte del mundo en la que se esté, con las impresoras 3D y las pulseras inteligentes, cualquiera puede desarrollar en segundos todo tipo de vacunas.
Hasta 2017, la mayoría de los turistas contrataban un seguro de salud cuando viajaban al exterior. Los gastos de estos programas eran enormes, más de 100 millones de euros por nación sólo en Europa, de acuerdo con un estudio del Sistema Nacional de Salud Británico (NHS). Muchos viajeros debían perder sus vacaciones, acortarlas o pasar los días previos en un estado febril debido a vacunas o a la falta de ellas en destino. Las consecuencias podían ser aún peores si se trataba de países en vías de desarrollo, donde el instrumental médico era caro y no siempre había medicamentos disponibles.
Todo cambió cuando Manu Prakash, bioingeniero de la Universidad de Stanford, lanzó su programa de «ciencia frugal». El proyecto se basaba en crear y producir instrumental científico asequible para mejorar el sistema sanitario de países en vías de desarrollo. Su primer paso fue un trozo de papel que actuaba como microscopio e, inicialmente, permitía detectar la malaria con apenas una gota de sangre en apenas unos segundos. ¿Su coste? En 2015 era de 50 céntimos. Pero dos años más tarde, el mismo ingenio ya permitía detectar hasta 30 enfermedades tropicales.
Si eso fue lo primero, después vino la solución del inconveniente: proveer la cura. La respuesta llegó de la mano del profesor de bioquímica y nanotecnología Lee Cronin, de la Universidad de Glasgow (Escocia). Allí desarrollaron la Chemputer, un ordenador químico que, junto a una impresora 3D, recurría a tintas químicas para combinar diferentes elementos en las cantidades deseadas y producir el fármaco.
Más tarde se instaló el uso de la impresora 3D de ADN. La idea original fue de Craig Venter, líder del Proyecto Genoma Humano. Según su ideólogo, se trataba de una «impresora de vida»: se enviaban por correo electrónico las instrucciones para imprimir vacunas, básicamente el ADN del virus, entre otros «ingredientes». Éstos se imprimían sobre un parche con microagujas de ácido hialurónico (un componente de la piel) que se degradaba naturalmente mientras suministraba la dosis. Los parches fueron creados por científicos de la Universidad de Osaka en 2015 y evitaban todas las lesiones o enfermedades consecuencia de roturas de agujas o por compartir jeringuillas.
Cinco años después se comenzaron a comercializar pulseras hechas de silicona y silicio con un pequeño ordenador dentro. Éste era capaz de detectar, también con una simple gota de sangre, decenas de enfermedades. Lo revolucionario es que cada pulsera tenía, en su interior, una combinación de vacunas que se suministraban, también mediante las microagujas desarrolladas por la Universidad de Osaka. Las «Health-bands» utilizaban el movimiento cinético para conservar la cadena de frío fundamental en las vacunas. Se vendían en distintos colores, cada uno señalando la combinación de medicamentos más requeridos en la región que se visitaría. Los resultados de la muestra de sangre eran enviados al médico de cabecera, al igual que el tratamiento suministrado. A partir de ese momento se monitorizaban todas las constantes vitales (pulso, temperatura, ritmo cardiaco y oxígeno en sangre) y, si la pulsera cambiaba a color rojo, significaba que se debían realizar nuevos estudios.
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