Opinión
A grandes males, grandes remedios
La crisis catalana no sólo no se apacigua con el talante, las promesas y las concesiones de Pedro Sánchez, sino que, como salta a la vista y se verá más este otoño, empeora y amenaza seriamente la gobernabilidad. El Gobierno aparece en este comienzo de curso cautivo de los separatistas catalanes y vascos, y a merced de Podemos, cuyo propósito confesado es cargarse el actual sistema democrático, que llaman «regimen del 78». El separatismo catalán se ha convertido en el cáncer de España. Se ha comprobado que ya no sirven los paños calientes ni las equidistancias. Hay que extirparlo. Es la mayor amenaza a la convivencia democrática. Uno, que es moderado por naturaleza, que se encuentra cómodo en el espacio del centro
–«in medio virtus»– y que en su larga trayectoria profesional ha huido por sistema de planteamientos radicales, en este caso apuesto por enfrentarse abiertamente a la situación, que empieza a ser insostenible. A grandes males, grandes remedios.
Hay, en este arranque de curso, una poderosa corriente de opinión, que seguramente se volverá impetuosa después de los previstos sucesos en Cataluña (Diada, 1-O, proceso a los golpistas...) que pide «elecciones, ya». Personalmente, estoy de acuerdo. El Gobierno Sánchez ha llegado a su nivel de impotencia y de incompetencia. Es incapaz de hacerse cargo de la situación, no sólo, aunque también, por su escuálida minoría parlamentaria.
De esas elecciones adelantadas –como muy tarde en primavera– debería salir, por primera vez, un gran Gobierno de concentración nacional para hacer frente al difícil reto con garantías de éxito. La situación obliga moralmente a ello. Con grandes gobiernos se superó la Guerra fría en Alemania, Italia, etcétera. Europa se hizo con la conjunción de democristianos y socialistas. Sólo con un Gobierno fuerte puede abordarse el problema territorial en España, que incluye las tendencias disgregadoras y el tremendo desequilibrio demográfico.
Este poderoso Gobierno, que ya no dependerá, por fin, de los nacionalistas periféricos ni de las fuerzas populistas de izquierda, confesadamente antisistema, debería afrontar con decisión la crisis catalana, aplicando si es preciso el artículo 155 de la Constitución y suspendiendo por un tiempo ilimitado la autonomía en esta conflictiva comunidad, siguiendo el ejemplo reiterado de Gran Bretaña. Como ocurre en Alemania y en Francia, sería el momento de poner fuera de la ley a los partidos separatistas –cáncer de España–, aplicando, en caso de revuelta, la legítima fuerza del Estado. Esos son los pasos que unas fuerzas políticas responsables deberían dar antes de que el problema se vuelva insoluble. Es la hora de hablar claro. Me parece que estas valientes decisiones encontrarían el respaldo entusiasta de la opinión pública y el aplauso de la Europa democrática.
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