Opinión
"Dolça Catalunya"
Antes sabíamos de memoria al menos el estribillo de la composición de Jacint Verdaguer musicada por Amadeo Vives en 1892. Era «dulce Catalunya, patria de mi corazón, cuando de ti me alejo, muero de añoranza» (mi traducción es mejorable). Aquel condado, reino, región, patria, nación, autonomía y no sé cuantas cosas más, es un territorio de paisajes amables que Verdaguer situaba entre el Pirineo, Montserrat y la Seu de Barcelona. Mar y montaña, llanos de Vic, hoy centro independentista, aunque en la etapa verdagueriana capital del clero y núcleo conventual, la capitalidad gerundense hoy tan fiel al independentismo, como buena parte de la Catalunya Norte, se ha tornado más visible y la sustituye en parte. Faltaban aún por llegar las migraciones del campo catalán hacia Barcelona casi industrial, y las más tardías latinoamericanas del expansionismo, antes de convertirse en el gran centro turístico de hoy, donde las playas ejercen máximo atractivo. Sí, mi Catalunya dejó de ser rural e idealizada, mientras decaía su frustrada vocación industrial. Hoy no sabemos bien a dónde pretende dirigirse, aunque por el camino hemos perdido la dulzura de antaño y un triste enfrentamiento divide a los catalanes en casi dos mitades, como en otros tantos países, desde los EE.UU. o Gran Bretaña a Francia o Alemania. La patria de Verdaguer ya no es dulce, sino amarga. Tampoco es cierto que exista una muy pacífica convivencia. Por el momento no hemos llegado a la violencia entre catalanes y la fuerza pública ejercida el 1 de octubre que se acaba de rememorar de forma muy moderada con manifestaciones y antorchas y luces montserratinas podría ser tan solo un ensayo, a la espera de que lleguen los resultados de los juicios de los políticos encarcelados, error que cabe imputar a los de antaño, casi hogaño.
Para catalanes malhumorados el adjetivo dulce ya no resulta adecuado, tampoco aquella Catalunya próspera e ilusionada de 1992, expectante y alegre. La que estamos sufriendo es aspereza, ineficiencia, advertencias punitivas, junto a grandes bolsas de pobreza y una clase media decadente, antítesis de lo que fue, un modelo para otras comunidades, patrias o naciones, porque el nombre no hace la cosa. No toda la culpa, aunque la capitalice, fue de Jordi Pujol y su avariciosa familia. Triunfó aquella dualidad que planteó mi maestro Jaume Vicens Vives entre seny y rauxa: el sentido común y la exaltación. Demasiados eligieron la rauxa. Nada mejor para combatirla que releer aquel cuento de Salvador Espriu en el que los catalanes se exaltaban con el lema de «Somos los mejores». «Dulce Catalunya» tenía mucho de sentimentalismo romántico, añoranza, patria imaginaria que Verdaguer pretendía rescatar como parte de una comunidad amplia –los países ibéricos federales– que se soñaron a finales del pasado siglo. Pero la idílica perspectiva verdagueriana, salvo en el territorio, nunca se correspondió con la realidad. Catalunya participó de aquellas guerras carlistas. Y las violencias sindicalistas agitarían una sociedad que trataba de superar contradicciones sociales y afirmar una personalidad que fue decadente ya en el siglo XVIII, pero cuyas raíces deben advertirse desde que la nobleza catalana se trasladó a la corte castellana. A ello se deberá, en gran medida, el uso del castellano coloquial en el pasado entre las que se consideraron capas dominantes de la población.
La «Dolça Catalunya» ha pasado a convertirse en uno de los dos grandes problemas de España. Este octubre revuelto se ha transformado en piedra de toque de los partidos independentistas que, aunque se mantengan en sus principios, difieren en sus tácticas. La imaginación humana es infinita, pero las acciones de las fuerzas del orden (incluyendo los Mossos, que han pasado a ser ser discordantes) pueden resultar eficaces sin verse obligadas a recurrir a métodos de extrema violencia. El independentismo catalán no supera la mitad de la población, que saludaría con gratitud un proyecto dirigido por un Gobierno español que se alejara, a medio plazo, de palabrerías. El diálogo sólo puede ser posible sin extremados radicalismos, comprensión y cierta fraternidad. No es sensato que el Sr. Torra pretenda que Catalunya tenga como único objetivo una fantasmagórica república catalana, en la que sin duda tiene todo el derecho en soñar y hasta proyectar, aunque como Presidente de la Generalitat debería tomar conciencia de que no representa al conjunto de los catalanes. De toda esta fantasmagoría el resultado, como puede observarse, es más pobreza, alejamiento de proyectos sociales, disminución de recursos destinados a sanidad, enseñanza y atención a mayores. Aquella «Dolça Catalunya» tampoco nunca lo fue tanto. Los catalanes nos perdemos en los excesos de sentimentalidad y en hacer –traduzco literalmente– volar palomas. Es aquella tradición que Unamuno ya reprochó a Maragall en una celebración nacionalista celebrada en una plaza de toros barcelonesa a inicios del siglo XIX: «a los catalanes, les pierde la estética», dijo. Estaba muy lejos aún la explosión de esteladas y lazos amarillos. Entender Catalunya más allá de sus límites no es fácil. Pero el problema esencial es que los catalanes logremos entendernos. En los próximos días será preferible taparse los oídos.
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