Angela Merkel

La echaremos de menos

La era Merkel entra en tiempo de descuento; en septiembre los alemanes decidirán el futuro de su país y, de paso, el de la Unión Europea

Angela Merkel es la mujer más poderosa de Europa, pero su tiempo se agota. El 26 de septiembre (a la vuelta de la esquina) abandonará la Cancillería tras 16 años de gobierno ininterrumpido en Alemania. Una longevidad que comparte con los autócratas Vladimir Putin (22 años en el poder incluyendo los cinco como primer ministro) y Alexander Lukashenko (27 años, el último dictador de Europa) con la diferencia de que su liderazgo emana con innegable legitimidad de las urnas. Merkel seguirá residiendo como en todos estos años en su apartamento en el distrito de Lichterfelde con vistas a una sección del Muro de Berlín. El edificio está también habitado por otros vecinos, aunque por razones de seguridad se encuentra por debajo de su capacidad, y en el interfono aparece discretamente el nombre de su marido, Sauer. Un científico que rara vez ha ejercido de «primer caballero» y ha optado por dar todo el protagonismo a su mujer. Merkel ha sido fotografiada en numerosas ocasiones haciendo la compra en un supermercado cercano a su vivienda. Dice que le gusta preparar sopa de patatas para su marido. Esta escenografía sirve para retratar la figura de Merkel como una alemana convencional con la que sus ciudadanos se pueden sentir cómodamente representados. Disfruta como cualquiera de sus compatriotas de la música y de la cultura. Es una habitual al festival de Wagner, pero quienes la conocen aseguran que su ópera favorita es la de «Tristán e Isolda». Esta cercanía de Merkel le ha procurado una imagen protectora a la que los alemanes reconocen como «Mutti» (Mamá).

En política, Merkel ha destacado por una búsqueda constante del equilibrio y del compromiso. El gesto de las manos tocándose por las yemas de los dedos se ha convertido en una señal de identidad. «Un par de manos seguras», tituló «The Economist». Ha preferido ocuparse detenidamente de los problemas que preocuparse dramáticamente por ellos (igual que hacen las madres). Merkel hizo su doctorado sobre química cuántica. Le gusta diseccionar la realidad, aunque hay quien le acusa de practicar una política de «pasos pequeños». Merkel se ha adaptado más que moldeado a la opinión pública alemana. Ha sabido colocarse astutamente en el centro del tablero político. Una jugada de ajedrez que le ha permitido pulverizar a sus rivales políticos y ensanchar la base de votantes de la CDU. Entre sus jugadas maestras está el apagón nuclear en 2011 tras el accidente de Fukushima en Japón. Ha sido quizás el giro más radical de su carrera política. Pero no el único. En contra de la doctrina liberal que profesa, rebajó la edad de jubilación de 67 a 63 años, con un umbral de cotización de 45 años. Aceptó el salario mínimo interprofesional. Y en 2017 dejó libertad de voto para que se aprobase el matrimonio homosexual. También respaldó el principio de paridad de género en los órganos de gobierno de la CDU. Merkel se rodea de un equipo estrecho configurado principalmente por mujeres. Ella más que nadie sabe lo duro que es crecer profesionalmente en un entorno hostil. Hija de un pastor protestante de la Alemania oriental, divorciado y sin más hermanos, en sus inicios esta «ossi» (Oriental) no contó con la bendición de los popes de la democracia cristiana alemana. Con el tiempo logró domesticar a la CDU y le ha procurado más de tres lustros de hegemonía. Merkel no suele imponer su criterio, prefiere escuchar. Uno de los pocos temas en los que se ha mostrado inflexible para la izquierda ha sido en el de los impuestos. Sus socios socialdemócratas han querido subirlos y ella, no.

Merkel ha dirigido la política alemana, pero también la europea. Con aciertos y errores. El más sonoro probablemente sea su gestión de la crisis del euro en 2010. La política de austeridad abanderada por la canciller ralentizó la salida de la UE de la recesión, recuperó la idea de la Europa de las dos velocidades y abrió una fractura innecesaria entre el Norte y el Sur. Como contrapartida, está su valentía a la hora de enfrentarse a la crisis migratoria en 2015. Merkel denunció a los xenófobos y abrió sus fronteras al mayor desplazamiento de personas desde 1945. «Si Europa fracasa en la cuestión de los refugiados, no será la Europa que deseamos». Lo hizo a costa de perder votantes por la derecha que se fueron a las filas de Alternativa para Alemania (AfD), un partido euroescéptico que nació durante la crisis de la moneda única, pero como buen populista viró hacia la cuestión migratoria cuando multitudes de árabes y africanos convirtieron las islas del Mediterráneo y las estaciones de trenes de Europa en campamentos de refugiados. Seis años después, la burbuja de la AfD empieza a pincharse.

Fondo de recuperación

Merkel se despide de Europa por la puerta grande. Los estragos de la pandemia de coronavirus pusieron de nuevo a prueba los bonos europeos. La prima de riesgo volvió a acechar a las economías del sur de Europa. España e Italia fueron los países más golpeados. Merkel rompió con el tabú de la deuda común y acordó junto a Emmanuel Macron un fondo de rescate de 540.000 millones de euros (en principio se habló de 750.000 millones que tuvo que rebajarse por las reticencias de los países frugales). «Experimenté el colapso de la República Democrática Alemana, no quiero que la UE se quede atrás», reflexionó la canciller en los años duros de la crisis financiera. Sus asesores aseguran que Merkel se ha forjado como líder bajo el trauma de 1989. La canciller ha sabido ser un faro que ha iluminado la política europea incluso cuando los cimientos del orden liberal parecían tambalearse por el huracán aislacionista de Trump. Echaremos de menos a «Mutti».