Restringido
Autonomía económica y copagos
Con motivo de las pasadas elecciones autonómicas en Cataluña, el presidente de la Generalidad señaló en campaña que una parte muy importante de la deuda que tenían era del Estado y que era a éste a quien correspondía pagarla.
La cuestión se suscitaba por la incapacidad que se atribuía a Cataluña de poder sobrevivir económicamente si se declaraba independiente, ya que no podría conseguir crédito en tales circunstancias.
Sin entrar en cómo se ha llegado a ese nivel de endeudamiento –la gran cantidad de dinero que se ha hecho llegar a Cataluña desde el Gobierno de España por la vía de anticipos, déficits a la carta, asunción por éste del pago de los intereses de su deuda...– y la parte de razón que asistía al presidente de la Generalidad cuando afirmaba que era el Estado quien debería hacer frente al mismo, es evidente que la financiación de las CC AA es una cuestión pendiente y prioritaria, que deberá abordarse –ahora sin más dilaciones– en la próxima legislatura.
Y directamente relacionadas con este asunto, escuchamos a algunos candidatos formular propuestas que se matizan o rectifican inmediatamente después, como si en lugar de tratarse de iniciativas estudiadas, maduradas y fundadas, fueran disparos al aire cuya solvencia depende no tanto de su idoneidad para resolver los problemas de los ciudadanos, sino de lo que los comentarios sobre las mismas deparen.
El líder de los socialistas ha dicho que hay que acabar con la competencia fiscal de las CC AA. Y el de Ciudadanos que hay que implantar el copago para los servicios y no echar la culpa permanentemente a la falta de recursos que les asigna el Gobierno central a las mismas. Añadiendo luego que sería sólo para nuevos servicios, y que se pagaría con más impuestos o con más precio a cobrar por los mismos.
La Constitución española reconoce en el artículo 137 la autonomía de las CCAA –y de las otras administraciones territoriales– para la gestión de sus intereses. Y el artículo 156 les atribuye autonomía financiera para el ejercicio de sus competencias. Todo ello en concordancia con la hacienda estatal, la solidaridad entre españoles y la obligatoria estabilidad presupuestaria.
El principio básico de la autonomía es que cada uno debe gestionar aquello que asume con eficiencia, y que por lo tanto tiene que equilibrar sus cuentas, ajustar su déficit al objetivo común y ajustar sus gastos a sus ingresos y a su capacidad para generarlos. Y para conseguirlo, la política fiscal es determinante, y con ello, toda la política de ingresos públicos por la que se opte.
La realidad nos ha demostrado que allí donde se han aplicado políticas incentivadoras de la actividad económica favoreciendo la inversión y la creación de empleo con estímulos, menos intervención pública e impuestos bajos, se han generado recursos para dar más y mejores servicios, con menos endeudamiento y menos déficit, contribuyendo más a la solidaridad y al equilibrio entre las regiones. Por el contrario, donde se ha intervenido más desde el sector público y hay más y más elevados impuestos, los ingresos son menores, como lo es también el crecimiento, siendo por el contrario mayores el endeudamiento y el déficit público, lastrando a su vez a los demás territorios, que deben detraer parte de sus recursos para cubrir las ineficiencias de aquéllos.
Por qué entonces querer que no haya competencia en política fiscal si, salvo los regímenes especiales de Navarra y el País Vasco, todos tienen los mismos impuestos, la misma capacidad de decidir y de priorizar sus políticas y donde destinar sus recursos? La única explicación es que detrás de esta propuesta hay una política claramente intervencionista, que trata de esconder, en el inexistente agravio comparativo, el fracaso las políticas que han venido aplicando desde hace muchos años en los territorios donde han gobernado, en los que, pese a estar todo subsidiado y con impuestos más altos, no se ha reducido la desigualdad con otras regiones, ni el endeudamiento, ni el déficit público, ni el paro, además de implicar querer igualar por abajo a territorios y ciudadanos, con las fatales consecuencias que eso tiene para nuestros servicios públicos y para la competitividad de nuestro país.
En lugar de tomar como referencia lo que mejor funciona para extenderlo allí donde las cosas no van tan bien desde hace años, se prefiere persistir en el fracaso por cuestiones meramente ideológicas, partidistas o sectarias, aunque sea a costa del interés general de los ciudadanos y de nuestro país.
Por su parte, la propuesta de los copagos en los servicios públicos, rápidamente matizada por la crítica de algunos, deja traslucir que no hay una convicción meditada sobre cómo garantizar la prestación de los servicios públicos y su mejora. O, lo que es peor, que las mismas se condicionan a lo que la estrategia electoral o el ruido mediático aconsejen en cada momento.
La cuestión de los copagos va unida intrínsecamente a la necesidad de hacer sostenibles los servicios públicos. Una cuestión esencial de la que no se quiere hablar con la claridad y profundidad que requiere el asunto para evitar críticas fáciles y desgastes electorales, pero respecto de la cual todos sabemos que a medio e incluso a corto plazo, deberemos hacerlo si realmente queremos mantener y mejorar nuestros servicios públicos con el nivel de calidad del que disfrutamos hoy en día, por incómodo y costoso que sea.
La matización posterior de que sólo se referían con los copagos a nuevos servicios que se quieran implantar, y que se haría subiendo impuestos o aumentando los precios, es la confirmación de lo anterior. Y no solo eso, sino que parece traslucir un gran desconocimiento de lo que es un impuesto y su radical diferencia con lo que es un precio público, y no consigue ocultar lo que de verdad es el fondo de la cuestión esencial, que no es otra que cómo hacer sostenibles nuestros servicios públicos. Algo que un partido nuevo, que tanto alardea de querer sólo el interés general de los ciudadanos y que tiene aspiraciones de gobierno –o de condicionarlo al menos–, debería aclarar.
Comprendo la dificultad que tiene para los ciudadanos valorar adecuadamente estas propuestas tal y como se presentan, pero nos jugamos mucho en las próximas elecciones. Por eso, debemos exigir de los partidos y de sus propuestas claridad, transparencia, convicciones y firmeza en su defensa. Y no poner de nuevo las esperanzas en los que prometen un paraíso con fórmulas caducas que ya demostraron su fracaso cuando se han aplicado –como es el caso del PSOE–, ni en los nuevos aspirantes cuyas propuestas, aparentemente serias y bien intencionadas, se modifican por tacticismo electoral a la vista del ruido generado por las mismas, al igual que han venido haciendo los partidos tradicionales.
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