Restringido
Barbie independentista
Mattel, aliada con ingenieros de software y expertos en Inteligencia Artificial (IA) y del lenguaje, lanza la Barbie definitiva. Una Gisele Bündchen con baterías, llave USB y micrófono. La rubia biónica registrará las palabras de los niños para reenviarlas a la nube y elegir entre miles de réplicas. Las respuestas han sido pergeñadas por un equipo de escritores, asesorado por psicólogos infantiles y del comportamiento, y grabadas por actores especializados en Shakespeare. El efecto resulta turbador. El sueño de Geppetto hecho carne por Oren Jacob y Martin Reddy, dos ex directivos de Pixar, y su empresa ToyTalk, empeñados en que la IA sople vida en las entrañas de Pinocho. El «New York Times», que le dedica reportaje en el dominical, cuenta que a la pregunta de si cree en Dios, Barbie contesta que «Las creencias son algo muy personal». Si el niño confiesa que sufre acoso, replica que «Esto suena como algo que deberías contarle a un adulto». ¿Crees que soy guapa? «Claro que lo eres, pero ¿sabes qué? También eres inteligente, brillante y divertida».
Como pueden imaginar, los mismos que ayer no más decían que Barbie fomenta la anorexia hoy denuncian la conspiración de una Afrodita plastificada que le da a la lengua como una chicharra. Susan Linn, fundadora de CCFC (Campaign for Commercial-Free Chilhood), profesora en Harvard, me explicaba en una entrevista que «la muñeca conocerá todo lo que les gusta a los niños». Teme que «lo grabado sea usado con otros fines». A diferencia de tanto tertuliano, Barbie escucha y almacena cuanto dices. No necesitas repetirle tu animal favorito o cómo se llaman tus primos. «Las familias serán vigiladas por una corporación», alerta Linn vestida de Casandra. Sus advertencias zumban en mis oídos como las de esos tábanos de la conciencia, convencidos de que habitamos una granja orwelliana al servicio del mal. Concedo, eso sí, que la muñeca aduladora reforzará el narcisismo infantil. Una enfermedad que alcanza cotas infames cuando el adulto persiste en el vicio, aguijoneado por la contemplación de su reflejo en los estanques. «¿No es verdad, Barbie, amor, que la gente me envidia, que soy la más guapa y la que mejor baila, la más brillante de la empresa, y que merezco un aumento de sueldo y hasta un novio príncipe o dentista?».
Comprendería los presagios funestos de la señora Linn, su retórica ludita, si a Barbie la hubieran parido en algún territorio donde la democracia fuera pretexto de la ingeniera social y el placebo una forma de vida. Imaginen, no sé, una Barbie Forcades al grito de «Espanya ens roba». «Barbie, querida, España me odia y sojuzga mis sentimientos». A lo que la Barbie mediática y monja respondería: «Di que sí. España te envidia, te odia y te saquea». Pero tranquilos: Barbie, la de verdad, la de Mattel, ha nacido en EE UU y es hija de mercaderes. Frente a quienes largan contra «los enemigos del comercio», sabemos por Escohotado que la libertad creció junto a las caravanas, colgada de la estrella polar, mientras los agoreros pronosticaban calamidades por tanto descubrir mundo. Que tiene peligro la Barbie pico de oro, la de verdad, la de Mattel, sólo se le ocurre a un zumbado.
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