Alfonso Ussía
Cebras
En mi juventud fui un notable tenista. En el Real Club de Tenis de San Sebastián me llamaban «Rod», por el enorme parecido de mi juego con el de Rod Laver. La diferencia entre Laver y el arriba firmante, es que el primero ganó todos los grandes torneos del mundo y el arriba firmante alcanzó, tan sólo en una ocasión, la tercera ronda del Torneo social del club de Ondarreta, cayendo ante el gran tenista internacional Pototo Sagastume. Era obligatorio, como en todos los clubes de España, jugar de blanco. Las marcas deportivas se reducían a «Lacoste» y «Fred Perry», si bien –y por ello no fue, en principio, admitido–, el extraordinario tenista Iñaki Sánchez del Jaizquíbel pretendió disputar tan importante campeonato con un polo del «Burrito Blanco». Al final se le permitió competir, pero el juez de silla le hizo tantas trampas para que se produjera su derrota, que Sánchez del Jaizquíbel, dueño de un impresionante revés a una mano, aprovechando un cambio de pista, abandonó la cancha, se llegó hasta el malecón de Igueldo y se lanzó contra las rocas, quedando allí, como escribió Ludi en su sensacional poema «Il Sangriento Castelli», como «un centolli sin casqui». Ganó Pototo Sagastume. El juez de silla no fue otro que Koldo Mari Sagastume, su hermano menor de reconocida imparcialidad.
Al tenis siempre se jugó de blanco hasta que las marcas deportivas impusieron su poder. Hoy, tan sólo en Wimbledon se mantiene la tradición. Lo de París es indecente. Hoy he visto el partido entre Serena Williams y una encantadora brasileña que ha perdido, no por el mejor tenis de Serena, sino por el susto. Esta mujer tan fuerte y voluminosa ha saltado a la cancha con un vestido azul eléctrico de tan insuperable fealdad que ha roto la armonía de la discreta Pereira. Parecía Serena un rododendro artificial con muslos en lugar de tallos.
Pero la moda, impuesta por Adidas, es la de jugar al tenis vestidos de cebras. Ellas y ellos. Cebras contra cebras. Siempre he dicho –y espero que no sea necesario levantar ninguna página de publicidad de Adidas–, que los diseñadores de ropa deportiva más horteras del mundo se han reunido en esa importante marca deportiva. Curiosamente, el conjunto azul rododendro de flores secas de Serena Williams es de «Nike». Pero nada comparado con las cebras.
Los tenistas ganan mucho dinero con la ropa deportiva. Pero hay límites éticos y estéticos. Esos naranjas, carmesiés, azules y violetas que tanto degradan la dignidad de los campeones, tienen que ser objeto de prohibición. Mi admiración por Nadal es infinita, pero cuando aparece de naranja con pantalones azules siento una daga en mi sensibilidad. No obstante, hay que agradecerle que no haya aceptado la uniformidad de cebra. Los grandes campeonatos, Los «Grand Slam» y los «Master 1000», tienen que recuperar la estética tradicional. Volver la vista hacia el pasado no siempre es un error. Fernando Verdasco no ha ganado muchos torneos, a pesar de su inmensa calidad tenística, porque jamás ha acertado en su desagradable indumentaria. Ignoro si las marcas imponen sus adefesios o permiten a sus contratados elegir entre diferentes agresiones al buen gusto. Pero París está obligado a imponer más respeto.
Estos Internacionales de París que se disputan en Rolland Garros, pasarán a la historia como los más vituperables estéticamente de su grandioso prestigio. Una cebra le gana a la otra, y las cebras se saludan al final del partido. Al menos no se intercambian coces. El tenis –los ingleses son muy sabios–, sólo adquiere su belleza suprema cuando se juega de blanco. Las marcas deportivas tienen todo el derecho a ganar dinero comprando la dignidad textil de los tenistas. Pero los tenistas están obligados a recuperar la estética de su deporte. Por ese motivo – y alguno más–, Wimbledon es la cumbre del tenis mundial. Se exige el blanco de siempre, y todos los tenistas lo aceptan. Las cebras, a Tanzania, si ello es posible.