Luis Suárez

La herencia de la Monarquía

El historiador tiene la impresión de que S.M. Felipe VI ha sido bien preparado para el ejercicio de las funciones que esencialmente corresponden a un Monarca, comenzando por establecer el principio de que la Monarquía es una forma de Estado y no un régimen político; dentro de ella caben regímenes variables que responden lógicamente a las cambiantes coyunturas que se presentan en la sociedad. Se trata de algo específicamente europeo y nació como una consecuencia de que el modelo de vida cristiano, basado en la existencia de leyes naturales de carácter ético, lograra refundir el simple caudillaje germano (königtum) con el bien de la cosa pública (res publica) utilizando el término latino rex. Alemania e Inglaterra (kaiser, king) conservaron durante mucho tiempo las dos opciones.

Como una consecuencia de esta fusión se han establecido dos principios: a)entre rey y reino existe un contrato sinalagmático que obliga a ambos a cumplir las leyes; y, b)la misión fundamental del soberano es servir de modelo en el comportamiento, mostrándose así como una especie de ejemplo a seguir. En España, a diferencia de Francia, nunca se introdujo esa especie de sacralidad que reviste la ceremonia de la coronación. Los reyes, aquí, no eran coronados, sino proclamados mediante juramento que prestaban las Cortes en respuesta al que previamente hiciera el nuevo titular. Es una condición indispensable. Sólo registramos un caso de coronación, la de Juan I de Castilla en 1379, pero había una razón profunda en las dudas que podían formularse en torno a la nueva dinastía de Trastámara, y desde luego nunca se repitió.

De modo que lo que ahora se ha hecho en el caso del nuevo rey se acomoda perfectamente a este modelo que garantiza la libertad contractual. Don Felipe fue jurado, años atrás, como Príncipe, reconociéndose así su legitimidad de origen, y ha pasado ahora a la de ejercicio. La legitimidad de las dos dimensiones se acomoda a los usos y costumbres del reino. Pero la prensa, sin duda por los prejuicios acerca del franquismo, que se presenta como mal absoluto, ha olvidado que Juan Carlos I también tuvo el reconocimiento en las dos etapas. Personalmente me acuerdo de aquella mañana del 22 de julio de 1969 en que juró y fue jurado por las Cortes. Estaban formadas entonces por 491 procuradores que debían el nombramiento a elecciones familiares, sindicales o a la representación de ciertas instituciones como éramos los rectores de las Universidades. El Régimen escapaba así de uno de sus principales defectos para entrar, gracias a aquel inolvidable equipo de políticos selectos, en la legitimidad. Es curioso que se produjeran entonces 19 votos en contra, 13 abstenciones y algunas deliberadas ausencias, como ahora. Por encima de cualquier prejuicio, es importante recordar que la nueva Monarquía reinstaurada no alteró las condiciones que acompañan a la legitimidad, al tiempo que se acomoda al sistema político ahora dominante, que fortalece el poder a veces con exceso. Sobreviven sólo siete de las antiguas Monarquías europeas, pero basta con hacer un repaso de las mismas para comprobar, sin que falten los defectos, el servicio que la Corona sigue prestando. Evita sobre todo que la división entre los partidos disuelva la comunidad nacional. Y en estos momentos, en que Europa se esfuerza por consolidarse superando los odios que durante varios siglos la rompieran, esa unidad es un bien de indudables proporciones que se ofrece a esa forma de cultura que, aun estando dañada en sus cimientos por muchos desarreglos morales, sigue siendo la más importante, la que mejor puede servir en la construcción de una ruta.

No estoy tratando de hacer ninguna clase de elogio personal sino de comunicar una experiencia que como historiador he podido ir recogiendo en la abundante documentación conservada. Algunos reyes han sido verdaderos modelos de conducta y así lo explicamos. Felipe VI ha escogido el de Carlos III. Aquí conviene hacer una advertencia: no es este monarca el modelo que ahora se presenta; su empeño consistía en introducir una modificación radical del Estado conduciéndolo al despotismo ilustrado; por muy ilustrado que sea el despotismo es una especie de hinchazón en el poder que acarrea malas consecuencias. Su empeño en destruir la Compañía de Jesús, cosa que logró, causaba daños que no iban a tardar en registrarse. Pese a todo, también es indispensable reconocer en Carlos excelentes dimensiones; sin el revolcón que se produjo un año después de su muerte, España habría podido regalar a Europa una nueva forma de Ilustración como Feijoo, Campomanes y Jovellanos preconizaban, más atenta a la persona humana que a los avances de la tecnología. Confieso que mi adhesión a esos tres personajes se relaciona también con las raíces de mi tierra solar asturiana. Y el Principado de Asturias es el primero y principal de los títulos que la legitimidad de origen acarrea al heredero de la Corona.

El Rey no es solamente una figura emblemática. Juan Carlos I lo ha demostrado sobradamente con sus actuaciones: hacia él se dirigen todas las miradas cuando se piensa en España como nación, según se estableciera desde la época de Diocleciano. Las palabras que pronuncia no son solamente escuchadas sino que se hacen penetrar en el fondo de una conciencia. Ya que Europa, hacia cuya unidad nos estamos dirigiendo, debe mucho a ella, como a las otras naciones que la componen. Pero es llegado el momento en que esa pluralidad sea sustituida o al menos superada por una conciencia de «europeidad». Y ésta es una suma de valores. Ahí está la tarea en que con más empeño debemos involucrarnos los españoles: desde la unidad estrecha, que se enriquece con las matizaciones regionales, hemos de contribuir, como lo hicieron muchas generaciones del pasado, a construir sólidamente ese modo de ser que significa ser europeo. A los historiadores incumbe explicar qué es Europa y cómo desde ella se ha ejecutado lo que con palabras de Camoens, debemos llamar «descoberta do mondo». Un portugués, Magallanes, inició la circunnavegación que un vasco concluyó; pero ambos obraban en el nombre y servicio de España.