Lucas Haurie
La inquisición healthy
Pensé que jamás lamentaría no haber nacido llanito pero ayer me levanté de la cama con una añoranza de pernoctación en Gibraltar, que es la manera más segura por aquí de apretarse un desayuno inglés, ese «fried» en el que un par de huevos y unos cuantos champiñones apenas asoman enterrados en bacón, morcilla de dos clases (black & white pudding) y salchichas. Como la sierra gaditana no queda lejos, daría tiempo de almorzar en Grazalema un chuletón sanguinolento de buey retinto y aún dejar sitio para cenar un plato de chacina onubense. Sólo a unos cabrones con pintas se les ocurre asociar semejantes manjares al cáncer, como ese canónico que impartía Religión en el colegio y nos advertía que se nos caerían las manos si practicábamos el vicio de Onán. Pues, a la salud de su inquisitorial alma, conservo las extremidades intactas y afirmo, como conspicuo pajillero, que jamás experimenté placer mayor que con el amor propio. Los predicadores de la vida saludable empeoran en una cosa a los curas preconciliares y a los imanes integristas: que mientras éstos meten miedo con el inconcreto más allá, aquéllos acojonan con algo tan delicado como la salud. Cargan ahora contra la carne, como en su momento lo hicieron contra el pescado azul, el aceite de oliva, el pan, los pasteles, el marisco, el vino, los pepinos, la mantequilla, el café... cualquier cosa con tal de no considerar a la población como adultos y libres de comer a su antojo. El temor infundido es la madre de la sumisión e igual que en la Camboya de Pol Pot estaba prohibido reír, en la Arcadia «healthy» de esta progresía hideputa se cumplirá la profecía de aquella canción de Pata Negra: «Todo lo que me gusta es ilegal, es inmoral o engorda».
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