El desafío independentista
Lampedusa
Tarde histórica. El presidente Rajoy abandonó el trantán seco y del registrador de la propiedad y enfrentó la gravedad del momento con un discurso más bien rotundo. Incluso emocionante. El PSOE recuperó cierta dignidad, al suspender las anunciadas reprobaciones y, mal que bien, apoyar al gobierno. Pablo Iglesias en su papel, de orador florentino del brazo de la xenofobia. Cada día resulta más intolerable contemplar como, desde la izquierda enemistada con el sistema del 78, presumen de unos valores en las antípodas de las tesis por las que realmente trabajan. Ya no sabes sin son quintacolumnistas del nacionalismo por convicción y cálculo electoral o por auténtica y genuina contaminación ideológica. Incapaces en su ceguera de comprender que ejercen de tontos útiles del neocarlismo. Albert Rivera, al fin, advirtió del peligro que viene. A saber, que sorteada la hecatombe de estos días, la broma infinita, la inacabable mascarada que mantiene al país en la UVI, acabemos, otra vez, buscando sin encontrarlo el acomodo de los que no hay forma de que estén cómodos. Encantados en realidad de ir por la vida como pedigüeños, a fin de que compremos con más regalías y reguemos con mejores vinos y perfumemos con más y más ricas cesiones y transferencias los profundos, arraigados, imperdonables y ancestrales agravios que el resto de españoles les procuramos desde hace siglos. Uno, modestamente, aspira a que esta grave crisis institucional, más allá de acabar con unos cuantos sediciosos delante del juez, no sirva como coartada para la enésima burla a la igualdad de todos. Desearía, qué cosas, que nuestra clase política, y me refiero aquí a la que permanece leal a la Constitución y el estado de Derecho, pues de la otra ya no espero nada, decía que anhelo que esa clase política nos salve del monólogo delirante de cuarenta años bailándole el agua al cuento de las identidades. ¿España federal? No diría que no, pero claro, a ver si ahora, con las prisas por arreglar esto de cualquier forma y volver al equilibrio que tantos réditos procuró a muchos, acabamos por consagrar un invento tan improbable como injusto. O sea, ese federalismo asimétrico del que hablan unos cuantos. Que resulta ininteligible. Que en el fondo reconocería, con nuevos y vistosos disfraces, la desigualdad entre españoles y los diversos grados de privilegios, celebraciones y clubes, cuchipandas y jolgorios, a los que algunos pueden optar en función de cositas tan rancias y antiguas, tan purulentas e injustas, tan indefendibles y medievales, como la supuesta nacionalidad histórica de su empadronamiento, en contraposición a la novedad de otras comunidades, que por lo visto surgieron ayer, o el reconocimiento, vía derechos y subvenciones, del paisaje sentimental con el que se criaron. Digo, en fin, que me parece que vislumbramos algo de luz, y también que sospecho que muchos, en Madrid pero también en Cataluña, añoran el viejo chollo. Que ya elucubran cómo demonios reformularlo, con nuevos y vistosos ropajes, para que, tal y como sentenció en soleada y siniestra sentencia el príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa, todo cambie para que todo siga igual. Igual de abusivo, reaccionario y mezquino, e igual de enervante.
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