Alfonso Ussía
Manuel Azaña
El gran escritor y pésimo gobernante está instalado en el altar mítico de la progresía. Don Manuel fue un pretencioso y tostonazo autor de teatro y un formidable ensayista, memorialista excelso. Despreciaba al resto de la humanidad en un alarde de modestia coperniquiana. Todo el universo giraba en torno a su persona, que de cuando en cuando se dignaba contemplarlo. Sabía de su talento literario, pero jamás supo hallar en su ego su ilimitada incapacidad para la política. Era de palabra hiriente y penetrante, y de valor menguado. El miedo le llevó, con su huida a Francia a través de los Pirineos, a dejar a la Segunda República sin héroe que reivindicar. Alcalá Zamora, quizá exageradamente denostado en el último endecasílabo del soneto que le dedicó Alberti – «fue tonto en Priego, en Alcalá y Zamora»–, no pasó de representar la discreta y hortera burguesía que se apropió de la Segunda República con el mal gusto por bandera. Largo Caballero fue un asesino, hoy homenajeado en un monumento en los Nuevos Ministerios. Indalecio Prieto, el más inteligente y desconcertante de todos los grandes políticos republicanos, no destacó por su firmeza. Y Manuel Azaña, nefasto Presidente, no supo o no pudo estar a la altura de las circunstancias. Su permanencia en España con posterioridad a la derrota republicana en la Guerra Civil habría perturbado a Franco, pero no permaneció. Se fue, y poco más tarde, falleció en la casi soledad de los que no cumplen. Besteiro fue la excepción. El gran jurista y profesor, avergonzado con el fango republicano, falleció con dignidad en la cárcel, en aquellos momentos tan desaprovechados por quien tenía que perdonar.
Pero Azaña, en su quehacer literario, mostró una valentía que no supo acondicionar a su vida. En ocasiones, una acritud exagerada y alejada de la corrección política. «Cataluña sólo reacciona cuando es bombardeada cada cincuenta años». Si tamaña barbaridad la hubiera dicho un político liberal o conservador de ahora, habría sido fulminado por sus propios compañeros de partido. Pero quizá acertó, y se acercó más a la realidad, cuando opinó de los políticos catalanes, entendiendo como tales a los nacionalistas. «Lo mejor que se puede hacer con los políticos catalanes es no tratarlos». Su reflexión se ilumina cuando se aplica a la realidad de la España de hoy.
¿Se puede tratar con los políticos separatistas de Cataluña? Sólo en un supuesto. Cuando Cataluña necesita un riego de millones de euros para paliar su ruinosa administración. Es entonces cuando moderan sus palabras y acciones y retrasan hasta que el dinero haya llegado a sus manos los desprecios por España y el resto de los españoles. Fuera de esa situación que se repite en varias ocasiones cada año, y que siempre es atendida por los pasmos y tribulaciones del Gobierno español, los políticos separatistas de Cataluña son sencillamente intratables. España está en peligro, pero mucho más acuciante es el riesgo de Cataluña. Sorprende que la región, hoy territorio autonómico, destinada a ser para siempre la más rica y próspera de España se mueva entre el bono basura y la solicitud constante de financiación. Todavía se oye lo de «España nos roba», pero en ningún foro político, en ningún medio de comunicación público o privado de Cataluña se ha dicho o escrito que los que han robado a Cataluña –y a España, como es de suponer–, han sido los Pujol, el pujolismo y una buena parte de la burguesía adicta al régimen pujolero.
En nada que no sea su primor en colocar las palabras admiro a Manuel Azaña. Pero hay que reconocer que supo aventurar lo que hoy sucede con Cataluña. Es buena la recomendación. Lo mejor, no tratarlos. Aunque haya que pagarlos para que sobrevivan los catalanes que de nada tienen la culpa.
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