Martín Prieto
Nunca pasa nada
El independentismo es un sentimiento romántico que no precisa de prédica intelectual alguna y florece hasta en los eriales, hasta en América históricamente independizada «ayer». Los argentinos suspirarían por el autogobierno autonómico español, y con periódica cadencia el Gobierno Federal interviene provincias, por desastres económicos, sin la menor alarma política o social. Está en el paisaje. La provincia de Corrientes (norte subtropical) acoge el secesionismo folklórico y durante la guerra por Las Malvinas los correntinos afilaban sus facones al grito de «¡Vamos a ayudar a esos boludos de argentinos!». Secuelas de la Guerra de Secesión son Texas, Puerto Rico o Hawái. Chuck Norris, el gran pateador televisivo, es el Artur Mas tejano y los suyos reclaman la secesión por haber sido República antes que miembros de la Unión. Al menos ampara al karateca la gran riqueza de una Texas independiente. Pero lo que aporta el Estado a Washington son funestos presidentes. En los años cincuenta Pedro Albizu Campos dirigió un peligroso independentismo armado en Puerto Rico y a lo que se acaba de llegar es al predominio oficial del español sobre el inglés sin aspirar a cambiar el estatuto de Estado Asociado. En Hawái el racismo es al revés y los nativos miran por encima del hombro a los blancos descendientes de los bucaneros que se apropiaron de sus reinos. En Estados Unidos los gobernadores son comandantes en jefe de su Guardia Nacional, hasta que el Presidente la federaliza y hace entrar a un negro a la Universidad de Alabama por encima de la autoridad electa de George Wallace, gobernador del Estado. Nuestros federalistas ignoran que a la hora de hacer respetar la ley común el Estado Federal es más inflexible que el centralismo francés y que el régimen autonómico español une la paciencia del santo Job con la dulzura del de Asís. Fueron Zapatero y Pepiño Blanco los primeros en suspender derechos civiles en democracia subiendo militares a las torres de los aeropuertos a cuenta de una posible huelga de controladores. Y no pasó nada. Debemos tener la única Constitución del mundo que contiene un artículo innombrable, gafe, mufa, secreto: el 155, terror de medrosos y placer de catastrofistas que sólo ven aquella película B en que un trastornado general americano declara el Estado de Sitio en Manhattan. Los independentistas están en su legítimo derecho, pero, como recomendaba Torcuato Fernández Miranda, catedrático de nuestra Transición, «de la ley a la ley». El nebuloso derecho a decidir es la selva.
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