Alfonso Ussía
Palabras a un amigo
El pasado martes se celebró en Madrid el funeral por el alma de Marco Hohenlohe-Langenburg Medina, XIX Duque de Medinaceli, fallecido en Sevilla con apenas 54 años. Se ofició la Misa, prodigiosamente cantada, en presencia del Rey en la basílica de Jesús de Medinaceli, como era de esperar. Jamás había estado en el interior de la basílica más visitada y querida por los madrileños, a pesar de ser hijo de la Villa y Corte. La imagen venerada del Jesús de Medinaceli en lo alto, y un mural posterior al altar bastante feo, con demasiados ángeles. La plástica y estética de los ángeles resulta abrumadora en ocasiones, ángeles sobre azules enfrentados y dorados entrometidos. El resto de la basílica, grande y sencilla. El oficio, emocionante, el coro magistral y el Himno de España.
Conocí a Marco cuando yo era joven y él jovencísimo. Se había casado con una mujer rescatada de la mejor obra de arte, Sandra Schmidt-Polex, con la que tenía dos hijos. Marco era el más fiel seguidor de Cristián Ildefonso Laus Deo María de la Regla Ximénez de Andrada y Belvís de los Gazules, el VIII marqués de Sotoancho. Competía con Juan Carlos Sánchez- Samper en el dominio de la saga. Se publicó «Las Canicas, las Cuquis y el Novio Tontito de Mamá», y me llamó preocupado. –Le has añadido un año de edad a Sotoancho. Corrígelo para la próxima edición–. Le obedecí inmediatamente. Marco estuvo al lado de la muerte durante muchos meses, después de sufrir un terrible accidente de tráfico. Cuando recuperó la luz, leía los libros de Sotoancho y «gracias a ellos volví a tener esperanzas». Entiendan que mi amistad con Marco iba más allá del simple afecto. Le obsesionaban sus hijos, Victoria y Alexander, a los que obligaba a leer las aventuras del marqués, y por cuya obligación les he pedido las correspondientes disculpas.
La vida da muchas vueltas. Sin esperar nada se encontró con todo. Jamás se le pasó por la cabeza que sería el duque de Medinaceli, pero las nuevas normas hereditarias así lo ordenaron. Se convirtió en el decimonoveno duque de Medinaceli y Jefe de la Casa más noble de España, con el permiso de los Alba. Me asaba a mensajes. «Estás muy vago. Escribe otro Sotoancho». No perdonaba –y excusen mi pequeña vanidad–, ni un solo día la lectura de mi artículo de «La Razón». Su hermano Pablo, que además es mi sobrino político, le hizo la fotografía que ilustra hoy este texto. Me ha autorizado a publicarla, y lo hago con gratitud e inmenso cariño, por no escribir que profundamente orgulloso. Rasgos de la vanidad. Y de la emoción.
Ha sido un duque de Medinaceli dignísimo, abierto, humano, simpático y ajeno a todo esnobismo y ambición. Con la ayuda de Sandra ha educado a sus hijos con la naturalidad de los grandes. De Sandra, de Flavia, de Pablo y de María. Se sentía feliz en Sevilla, pero su corazón siempre estaba en Marbella. También contó siempre con la lealtad institucional de su tío Ignacio, duque de Segorbe, que le transmitió el concepto de ejemplaridad de la Casa. Pero el gran valor de Marco era su humanidad, su sonrisa siempre dispuesta y su buen humor para sobrellevar el dolor, y la convicción precisa de un fin que se le acercó excesivamente pronto, cuando más ganas de vivir le alumbraban el ánimo.
En mi caso, y lo escribo con profunda melancolía, he perdido, además de a un amigo absoluto, leal y siempre igual –detalle de señorío–, a un lector que no me pasaba ni un renuncio. Y hoy le dejo estas palabras, quizá tardías, de agradecimiento y soledad. Su sencillez y calidad humanas son ya eslabón nuevo y parte de la cadena más rica de la Historia de España. El eslabón de la naturalidad.
Que la brisa le empuje a sus espaldas para que encuentre, cuanto antes, su regalo luminoso. Buen paseo, Marco, amigo mío.
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