Pablo Iglesias
Tirana banderas
En esas jornadas que los analistas adosan adjetivos grandilocuentes, como histórica, siempre queda una imagen para el recuerdo, lo que encontraría un extraterrestre cuando le toque hacer inventario de lo que fue la vida en la tierra. Entre tanto ir y venir del carajo, utilizando la expresión brava del realismo mágico de Gabo, quedará para la hemeroteca del ridículo la imagen de la diputada de Podemos Ángels Martínez cuando se puso a hacer la colada en el Parlament y retiró las banderas de España que los diputados de la oposición habían dejado en sus escaños vacíos.
Martínez parecía la señora de la limpieza que recogía los restos del botellón nacionalista. Los niñatos se habían hecho un «Risky business», esa escena adolescente de Tom Cruise bailando en calzoncillos, y luego llegó la abuelita Martínez a coger banderas como si fueran calcetines sucios, pestilente metáfora de lo que para una cierta izquierda es España: un trapo para limpiar el polvo de su vergüenza.
Ignoro si después de tamaña heroicidad Martínez se fue al excusado a lavarse las manos para terminar su operación exterminio de la patria con las debidas medidas de higiene. Le faltó rociar con Zotal esa parte del hemiciclo donde se sientan representantes del pueblo, tan catalanes como españoles, que merecían arder por combustión espontánea. O escupir en sus vasos de agua como la esclava orgullosa de «Raíces».
Martínez es la heroína independentista de un partido que no sabe qué bandera quedarse aparte de la de Venezuela, la pata negra de la libertad de expresión y el respeto de los que piensan diferente, la caricatura de una mártir. Si Forcadell, lady procés a falta de ser lady Macbeth, fue la protagonista del culebrón retransmitido en directo, Martínez ocupó el lugar de la actriz secundaria que roba el papel a la estrella. Como Anne Baxter en «Eva al desnudo».
Pensábamos que España tenía un problema con Podemos y resulta que es al revés, Podemos tiene un problema con España de la que Pablo Iglesias quiere ser su presidente. La señora Martínez, y vaya lo de señora por respeto a su edad más que a su ruin condición humana, sería otra más de las encadenadas a una dictadura corrupta, pero tal vez ella no lo sepa, o lo ansíe. Hay a quien le place el dolor hasta el orgasmo. Y en aquella bacanal, la noche de la luna llena de la vendimia, la borrachera de odio, la izquierdista Martínez ensayó cómo sería su vida futura, que no sería otra que la de recoger los trapos sucios de los señoritos de la independencia.
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