Ángela Vallvey

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La costumbre de vendar de forma malsana los pies femeninos para intentar reducirlos de tamaño al parecer surgió en la antigua China durante la dinastía Tang meridional. En Nanjing gustaban mucho los pies pequeños de las bailarinas. El emperador Li Yu, que no era ajeno a la moda, ordenó que su concubina favorita se los comprimiese con vendas de seda para bailar sobre una plataforma de oro con forma de flor de loto, cuajada de perlas. Los cortesanos, siempre dispuestos a seguir los gustos de la realeza, por una mezcla de afán de imitación y de lisonja decadente hacia el todopoderoso, enseguida copiaron la tendencia. La aristocracia entera no tardó en sumarse a aquel uso brutal del cuerpo femenino, hasta convertirlo en una disciplina que incluso un famoso filósofo (Zhu Xi) popularizaría. Poco a poco, la práctica se convirtió en una costumbre extendida, que servía para dejar claras las relaciones de dominación entre hombres y mujeres. Se doblaban los pies de las niñas hasta romperles los huesos. Las mujeres no conseguían andar bien durante el resto de sus vidas. No se tenían de pie, eran incapaces de trabajar, vivían en un estado de invalidez y enfermedad, atormentadas por el dolor y los malos olores con que sus cuerpos respondían a la mutilación. La práctica se extendió y cultivó durante mil años, hasta que en 1911 fue abolida por el gobierno. Lo que empezó siendo el capricho fetichista de un soberano fue imitado frívolamente de forma papanatas y sirvió para dominar y torturar a millones de mujeres durante generaciones. Algo tan cruel, idiota, insalubre... fue acatado como una orden divina, y asumido como lógico y natural por las masas.

Las costumbres son poderosas, engendran y refuerzan la mentalidad imperante en cada época. Contra la costumbre es difícil luchar, incluso cuando se trata de hábitos tan perniciosos como ése.

Hoy vemos cómo la mayoría acepta axiomas que le parecen verdades reveladas por magia divina, sin cuestionarse ni un segundo si son buenas para su vida. De los jóvenes, resulta descorazonador observar cómo obedecen ciegamente los dictados de la manada, incluso cuando hacerlo significa ir de cabeza hacia el precipicio, mientras en muchos casos discrepan de manera violenta con sus padres, sobre todo cuando los progenitores intentan alejarlos del peligro. Las relaciones entre padres e hijos están sufriendo la mayor crisis de autoridad de la historia. («O tempora, o mores»).