Cataluña
El 1-O fue una provocación al Estado
El 7 de septiembre de 2017, el Tribunal Constitucional suspendió cautelarmente el referéndum independentista convocado por la Generalitat para el 1 de octubre. Admitía así a trámite los recursos del Gobierno contra el decreto de convocatoria aprobado por el Parlament y la creación de una supuesta Sindicadura Electoral que acababa de un plumazo con la Junta Electoral Central. El «proceso» culminaba de esta manera su penúltimo paso, por lo que no entraba en sus planes acatar las leyes. Muy al contrario, el independentismo se proponía desafiar abiertamente al Estado sin atender a las consecuencias que supone un desacato de tal calibre. Además, el Alto Tribunal acordó notificar la suspensión del referéndum a un millar de altos cargos y funcionarios catalanes, entre los que se encontraban 947 alcaldes, la presidenta y miembros de la Mesa del Parlament y los integrantes del Govern, además del mayor de los Mossos d'Esquadra y los medios de comunicación públicos. Todos ellos colaboraron –excepto los municipios constitucionalistas– en la realización del referéndum, con deslealtad temeraria en algunos casos, como fue de manera muy especial la de la policía autonómica, que provocó el enfrentamiento directo con las Fuerzas de Seguridad. Un año después, el independentismo todavía no ha entendido –o sigue dando la espalda a la realidad– que promover la «secesión unilateral del Estado en el que se constituye España», según la sentencia del TC del 17 de octubre, no está en nuestra Constitución –ni en ninguna otra– y que el «derecho de autodeterminación» de los pueblos reconocido por la ONU se limita a los que se encuentran bajo «subyugación, dominación y explotación extranjeras». No es, obviamente, el caso de España. Sobre esta postverdad, «fake news» o, dicho más claramente, mentira se ha alimentado el «proceso» y el choque producido el 1-O. Aquella infausta jornada es celebrada por el independentismo como el día en el que el pueblo de Cataluña ejerció su soberanía, y en base a ella –sin entrar en el fraude electoral– fue declarada la independencia unilateral el día 27, con las consecuencias penales que ya están encima de la mesa. Si los dirigentes de la Generalitat no tienen la valentía y honradez para reconocer que el camino que emprendieron fue el equivocado porque se basa en la ilegalidad y en la negación misma del Estado de derecho, no ayudarán en nada a la resolución de un conflicto que sólo puede formularse de una manera: la democracia española no puede ser derrotada por un movimiento de clara estirpe nacionalista excluyente. Supondría el final de la unidad territorial y el ejemplo más nocivo para Europa. El Estado pudo cometer errores para evitar que se celebrara, en la manera que fuese, un referéndum ilegal, pero con lo que nadie contaba es con que para entonces la deslealtad de la Generalitat era absoluta –no olvidemos que es una parte del Estado– y manejaba recursos transferidos por la Administración central para subvertir el orden constitucional. Esa fue la verdad de los hechos y en ella está la raíz del problema para soluciones futuras. Aunque el nacionalismo haya subido un peldaño más en su insufrible victimismo, con centenares de heridos en los colegios electorales que nunca fueron atendidos en centro hospitalario alguno, la Guardia Civil y la Policía Nacional actuaron con mesura y contención, con dureza cuando fue necesario, pero nunca más allá de la misión que tenían encomendada. Fueron traicionados por los Mossos, humillados y, días después, acosados impunemente para que abandonaran Cataluña. El Estado de derecho se defendió de un ataque que sólo buscaba doblegar la soberanía nacional. Es hora de que la Generalitat rectifique y admita que el 1-O no fue el camino correcto.
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