Bruselas

May y el Brexit, en la cuerda floja

Casi dos años después del referéndum que dictaminó el divorcio del Reino Unido y la Unión Europea, el Gobierno británico se enfrenta a dos duras realidades con las que no contaba: la unidad monolítica de los socios comunitarios y la tenacidad de los conservadores euroescépticos, decididos a que se cumpla el espíritu y la letra del resultado de la consulta. En medio, la primera ministra, Theresa May, cuyo futuro político, y el del propio acuerdo del Brexit, se encuentran en la cuerda floja. Mantenía ayer la «premier» británica, mientras se sucedían las dimisiones en su Gobierno y crecía el desafecto entre sus compañeros de partido, que el proyecto de salida, tal y como había sido aprobado, era la mejor, sino la única, opción que se abría a Reino Unido para evitar los daños catastróficos de un ruptura total con Europa. Que el planteamiento flexible en cuestiones como la unión aduanera, Irlanda del Norte, Gibraltar y el control de las fronteras interiores cumple con la voluntad del pueblo británico y garantiza una política económica nacional, preservando al mismo tiempo el vital mercado de la UE. Cuenta, además, la primera ministra con la amplitud de los plazos, que le permiten ganar tiempo, y con la voluntad de Bruselas, pese a algunas disidencias internas en tono menor, de no presionar para un «todo o nada» y dejar puertas abiertas para ajustar aquellos capítulos que, con la experiencia de su puesta en práctica, así lo aconsejen. Y, sin embargo, nunca en el largo proceso negociador su Gobierno había sido objeto de tan feroces críticas y de la amenaza, nada velada, de forzar una moción de confianza en el Parlamento. Ni siquiera cuenta May con la certeza de que su proyecto de Brexit supere el escollo del legislativo, por más que los principales sectores económicos del país, –especialmente las industrias del automóvil, de defensa y aeronáutica, que dependen de las importaciones de bienes de equipo procedentes de la UE– se hayan volcado en defensa de un acuerdo que consideran un mal menor, pero que, al menos, concede un tiempo precioso para adecuar sus estructuras a la nueva situación. Ciertamente, el proyecto de May deja demasiadas cuestiones en el aire, indefinidas y sujetas a reinterpretación. Es, por ser ejemplo cercano, lo ocurrido con Gibraltar. Si bien España renunció a una política de máximos, en aras de la mayor eficacia negociadora de Bruselas, los acuerdos eliminan al Gobierno de la Roca como interlocutor y dan a Madrid instrumentos suficientes para corregir en las negociaciones posteriores los perjuicios económicos y fiscales que representa la colonia. Y lo mismo reza, ya a nivel comunitario, para las cuestiones más espinosas que rodean los futuros intercambios comerciales y que van desde la posible imposición de tasas aduaneras a las normas medioambientales que deben respetar los productores británicos. Nada es firme de momento y, por lo tanto, todo está sujeto a modificaciones. Es, sin duda, lo que más ha molestado a los euroescépticos, que temen, como el dimitido ministro del Brexit, Dominic Raab, un acuerdo final en el que Gran Bretaña permanezca atada comercialmente a la Unión Europea, en un área aduanera común, pero sin poder de decisión alguno en la elaboración de las futuras normativas. Papeleta difícil de cualquier forma para un país cuyas exportaciones a Europa suponen el 44 por ciento de todas sus ventas exteriores y que importa del continente la mayoría de los bienes esenciales para mantener su propia producción. La pelota, como siempre, está en el otro lado del Canal. Bruselas mantiene su calendario negociador y, sobre todo, su unidad interna. Si alguien en Reino Unido pensó en fracturar a la UE como una baza decisiva, ahora comprende su error.