Mercado inmobiliario

Por un mercado del alquiler libre

El recurso de trasladar la responsabilidad social de la vivienda a los propietarios de las mismas ni es nuevo ni, por supuesto, supone ventaja pública alguna. De hecho, si España se cuenta entre los países europeos con menor implantación del mercado de alquiler se debe, en gran parte, al intervencionismo estatal del franquismo que, tratando de favorecer a los inquilinos, convirtió el negocio arrendatario en un fiasco y llevó a la ruina a muchos propietarios modestos. Si el alquiler de viviendas no se trata como una opción más de negocio, sujeta a las normas del libre mercado, se induce a una reducción de la oferta y, en consecuencia, a la inevitable subida de los precios.

Sólo desde una legislación garantista para los arrendadores, que en su inmensa mayoría son personas particulares, puede mantenerse a plena actividad un sector que, sobre todo en épocas de crisis y reducción de salarios, es el único recurso para quienes no pueden acceder a una casa en propiedad. Creemos que es preciso hacer estas consideraciones ante la aprobación, ayer, por el Consejo de Ministros de un real decreto-ley de medidas urgentes para el sector de la vivienda, que amplía el plazo de prórroga obligatoria de los contratos de alquiler de tres a cinco años y limita las garantías adicionales a la fianza a un máximo de dos mensualidades. Aunque no resulta todo lo lesivo que pretendía Podemos, el decreto no sólo supone una intervención estatalista en el mercado del alquiler, sino que parte de una supuesta situación de urgencia que sólo existe, como la hambruna infantil, en el imaginario propagandístico de la extrema izquierda española. En efecto, los datos del INE constatan que, en España y en 2017, el precio medio del alquiler fue de 8,15 euros el metro cuadrado, todavía inferior a lo que se pagaba antes de la crisis –9,65 euros/m2, en 2007–, con una lenta evolución al alza.

Ciertamente, el mercado en las dos principales ciudades españolas, Madrid y Barcelona, representa una anomalía, con unos precios medios de alquiler de 748 y 722 euros mensuales de media, respectivamente, frente a los 573 euros de media al mes del resto del país, pero la causa responde a varios factores, complejos, entre los que se encuentra la nefasta, por inexistente, política de vivienda de los dos ayuntamientos en cuestión, gestionados por Podemos, que no sólo no han impulsado la obra pública en el sector inmobiliario, sino que han puesto todas las trabas posibles a las promociones de capital privado, incluso en la modalidad de las cooperativas. Si a ello le unimos el fenómeno de los alojamientos turísticos, que exigen una regulación específica; la caída de las expectativas de compra entre los trabajadores más jóvenes y con menores salarios; el incremento de la morosidad, que retrae la oferta, y el creciente fenómeno «okupa», que aleja a posibles inquilinos de los barrios más conflictivos, podremos, si quiera, aproximarnos a las causas del problema.

Con todo, lo peor de la situación es, como señalábamos al principio, la insistencia desde la izquierda intervencionista en transferir la responsabilidad social a los propietarios de las viviendas. Son las instituciones del Estado –el Gobierno, las comunidades autónomas y los ayuntamientos– quienes deben desarrollar las políticas de alojamiento que favorezcan a las personas con menores recursos y que no pueden acceder al mercado regular. Las vías son conocidas: liberación de suelo público para construcción de pisos a precio tasado, ayudas al alquiler, construcción de viviendas para arriendo social... Lo demás, como demuestra nuestra historia reciente, sólo consigue desalentar la puesta en el mercado del parque de viviendas vacías por parte de unos propietarios a quienes, aún hoy, se pretende estigmatizar con viejas referencias dickensianas.