Cargando...

Quisicosas

La realidad amiga

A los dieciocho años escuché hablar a un hombre, un cura, que decía que las preguntas eran el camino

Quienes profundizan y buscan con empeño, muy a menudo están abocados a una gran soledad. Incluso al dolor. Porque el asombro que producen la infinitud del universo, la belleza de la naturaleza o la potencia del arte viene sucedido por la constatación de la muerte. Esta pena acompaña al que se hace preguntas, al que decide no dedicar los esfuerzos vitales a olvidar. Estimulado por la realidad que le rodea, este hombre descubre que los hechos y las personas ahondan su curiosidad y, por lo tanto, el desconcierto.

Hace cuarenta años, en plena juventud, las respuestas que se me ofrecían a este círculo desagradable eran sistemas cerrados, listas de principios que exigían clausurar los interrogantes para centrarse en la acción. Algunos de estos caminos eran materialistas, los comunismos residuales; otros positivistas, como el estilo de vida burgués, y los había incluso supuestamente religiosos, porque proporcionaban dogmas tranquilizadores que, una vez aceptados, permitían centrarse de nuevo «en lo que verdaderamente importaba», la acción. ¡Pero a mí la acción me llevaba a cuestionarme todo otra vez! Y vuelta a empezar.

A los dieciocho años escuché hablar a un hombre, un cura, que decía que las preguntas eran el camino. ¿Cómo el camino? ¿Cómo puede ser una demanda la respuesta? Luigi Giussani me enseñó que tanto el bien como la tragedia son los raíles que ponen de relieve lo que constituye nuestra esencia: el deseo de infinitud. La pregunta que se hace un corazón hecho para el bien, la verdad y la belleza que anhela un cumplimiento imposible.

Como instrumento me propuso la libertad. Una absoluta libertad que siempre había buscado y los sistemas me negaban. La libertad que nace de la convicción de que la realidad -trágica o alegre- es siempre positiva, porque si la vives intensamente, apunta al ideal. Desde entonces me zambullo en las cosas sabiendo que son para mí. He encontrado una compañía de amigos –los de Giussani y el movimiento católico «Comunión y Liberación»– que saben que lo relevante no es la coherencia, sino el anhelo que nos constituye. Que estamos bien hechos.

Se cumplen ahora veinte años de la muerte de aquel hombre y no me importa demasiado. No por insensibilidad, sino porque Giussani nunca se propuso a sí mismo como vía. Sus propuestas están perfectamente vivas: la realidad se renueva todos los días, la libertad es inextirpable y el corazón está en carne viva. La existencia no da tregua, está bien diseñada, no sabríamos vivir si se agotase. Todas las semanas leo a don Giussani –así lo llamábamos– en la compañía de hombres y mujeres empeñados en seguir atentos. Resulta un camino apasionante. Nada solitario, desde luego, y en absoluto triste. Cada vez hay más preguntas, gracias a Dios.