Muere Fidel Castro

El rastro de Fidel

La Razón
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Un conocido periódico de tirada nacional nos anunciaba hace dos semanas en grandes titulares: «Muere Fidel Castro, símbolo del sueño revolucionario». Menos clemente había sido con el anuncio de la muerte de otro dictador hace unos años: «Muere Pinochet sin responder de sus crímenes ante la Justicia». Ya ha pasado un tiempo de respetuoso luto y Fidel reposa en el cementerio español de Santa Ifigenia allá por su Santiago, en una especie de cierre de circuito religioso, que inició en su primera juventud con los franciscanos y los jesuitas.

No entraré a valorar lo que ha representado y representa esta mezcla de socialismo y comunismo que se proclamó en Cuba, sazonado de Caribe, picaresca y fantasía, pero con un fondo más preocupante que afecta al concepto de libertad. Porque no todo es amabilidad y alegría en un régimen de tinte marxista. Ahora con su muerte, en bastantes sectores se ha querido hacer una lectura amable de sus años como dictador. Pero tuvo otras lecturas más dramáticas en décadas anteriores. Y de hecho la desmovilización de las FARC ha llegado hasta nuestros días, quedando pendiente la de su hermano en la fe, el también colombiano Ejército de Liberación Nacional (ELN), otro de los múltiples movimientos revolucionarios surgidos a ejemplo del de los barbudos de Sierra Maestra. Movimientos que hacían suya la exégesis del castrismo: «El deber de todo revolucionario es hacer la revolución». Y se extendió por muchos países con finales que han sido muy diferentes, algunos de ellos dando pie a represiones durísimas.

Y muere Castro cuando conmemoramos los 25 años de otra muerte, la de la URSS, la gestora ideológica, militar y económica de aquellos movimientos que en plena Guerra Fría querían debilitar al poderoso vecino del norte y que a punto estuvieron de llevarnos a un conflicto nuclear más grave. Tras la caída del Muro de Berlín se desplomaba como un juego de fichas de dominó todo el entramado de aquella Unión de Repúblicas: Solidaridad en Polonia ganaba las elecciones; se disolvía el Partido Socialista de Hungría; la «revolución del terciopelo» mutaba Checoslovaquia y la escindía en dos repúblicas; se disolvía el Partido Comunista en Bulgaria y se ejecutaba a Ceaucescu en Rumanía. Acto seguido, se declaraban independientes Estonia, Letonia, Ucrania, Moldavia, Azerbayán y Kirguizistán. ¡Toda una convulsión!

Lógicamente, esto se sintió en Iberoamérica y poco a poco los movimientos revolucionarios encontraron acomodo en negociaciones de paz o en vías democráticas de inserción, tras haber pagado un alto precio buscando otro camino, porque las cifras de muertos, desaparecidos y torturados durante estas décadas son aterradoras.

La pregunta que me he hecho durante muchos años y que repito hoy no tiene fácil respuesta. Si todos estos esfuerzos se hubiesen canalizado en luchas sindicales y políticas, ¿el resultado hubiera sido el mismo? ¿Valió la pena tanto dolor generado?

He conocido de cerca a líderes de varias formaciones: sandinistas y «contras» nicaragüenses, a los salvadoreños del FMLN (Frente Farabundo Martí, compuesto a la vez por otros cinco grupos ), a los guatemaltecos de la URNG (Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca) y últimamente a los colombianos de las FARC y del ELN tanto en sus propias zonas de acción como en La Habana. Porque a la capital cubana acudían, como ahora los colombianos, todos los procesos en trance de solución. Fidel Castro presidía una de tantas cumbres que se celebraban en su isla en 2002. Aquél era un ciclo dedicado al ELN precisamente, cuando le pregunté: ¿valió la pena el sacrificio de esta gente? Recuerdo perfectamente lo que me contestó: «Los tiempos cambian».

Guardo también en mi recuerdo las respuestas de líderes salvadoreños: ¿valió la pena, Ana?;¿valió la pena, Joaquín? No lo tenían fácil tampoco unas personas que yo consideraba muy responsables respecto al proceso de paz que vivían y con las que en ciertos momentos me sentí cercano dadas las desigualdades sociales que imperaban en aquellas sociedades. Pero coincidían conmigo.

Y hoy insisto: ¿valió la pena intentar extender una ideología que en Europa había fracasado estrepitosamente?, ¿realmente la planificación estatal podía sustituir el libre mercado y la competencia?; ¿se convirtieron simplemente en figurantes de una Guerra Fría que tenía otras connotaciones globales?

Honestamente, creo que no mereció la pena.

Lo reconocía Jaime Wheelock, uno de los primeros comandantes sandinistas: «Si hubiéramos ganado las elecciones de 1990 (las que ganó Violeta Chamorro), la democracia en Nicaragua no hubiera avanzado tanto como lo ha hecho, con nosotros en la oposición».

El pueblo cubano despidió a un Fidel con imagen joven, uniforme verde oliva, mochila, barba y fusil al hombro. Toda una mística revolucionaria. No imagino a los españoles despidiendo a Franco en el Palacio de Oriente vestido de joven comandante de la Legión. Con mística o sin ella, el «símbolo del sueño revolucionario» también arrastra en su largo peregrinar deudas que un día la Historia –fríamente– deberá juzgar.