José Jiménez Lozano
¡Hasta más ver Monsieur de la Tour!
Se cierra ahora, en el Museo del Prado, la excelente exposición de la pintura de George de La Tour, y es como si esas candelas o braserillos, que dan luz a buena parte de sus fabulosas escenas, y tantos rostros nos encendieran ya la melancolía de su ausencia.
Pascal Quignard dice que «Georges de la Tour, más que Philippe de Champaigne, es el barroco jansenista». Pero yo no estoy nada convencido de ello incluso si se acostumbra a señalar que desde las tres Magdalenas de La Tour, su modo de pintar se va haciendo más simple y desnudo, lo que es otro asunto. Pero demasiado hermosas eran estas pensativas Magdalenas para entrar en Port-Royal des Champs. Hubieran parecido, allí, la presencia misma de los italianismos, que diría Monsieur De Barcos, realidad fingida que es la belleza del arte y la escritura, y preferían un barroco más convencional, como el de Philippe de Champaigne, del que había dos únicos cuadros en el monasterio: una pintura de la «Última Cena» y el que representa el milagro de la curación de Sor Catalina de Sainte Suzanne, su hija; y con el aviso de que es una pintura, «ens fictum».
En realidad, ya hubiera habido dificultades para el San Jerónimo penitente, pocas menos con los otros Jerónimos, de La Tour, y muchas más para este San Jerónimo con su púrpura cardenalicia que está leyendo un papel, usando como lupa sus antiparras, y que curiosamente se había tenido, un tiempo, por pintura de Zurbarán, pero al que ahora que los entendidos han identificado, podemos muy bien mirar como a San Jerónimo, leyendo un manuscrito antiguo y en latín del que era tal maestro que un día le reprochó su conciencia el ser mejor latinista que cristiano. O podría ser el papel en que escribió contra el despótico poderío de Roma como una sentina de maldad, vicio y corrupción, aunque más sentido será su dolor cuando Roma caiga. Dirá: «Se ha extinguido la clarísima lumbre de las tierras todas; truncada ha sido la cabeza del romano Imperio; en una sola ciudad ha perecido todo el orbe. ¿Qué queda a salvo, fenecida Roma?».
Jerónimo estaba en Belén, cuando Roma cayó y, huyendo de esta ruina, hasta allí llegaron gentes de la misma urbe, y Jerónimo quedó admirado de que un tal pueblecillo se convirtiese en el ámbito de acogida y consuelo de los que fueron grandes al caer Roma: «¿Quién iba a decir que, día tras día, la santa Belén acogería como mendigos a grandes personajes de uno y otro sexo, que antes chorreaban riquezas?». Pero el hombre antiguo no se extrañaba demasiado si, como dice Chateaubriand de su propio tiempo, se encontraba por las mañanas, al levantarse, en el umbral de su misma puerta, la noticia de que habían caído, unos tras otros, repúblicas, monarquías e imperios. Y Jerónimo le decía en una carta de pésame a su amigo Heliodoro por la muerte de su sobrino Nepotiano: «El orbe romano se derrumba, pero nuestra cerviz erguida no se dobla. ¿Qué ánimo crees tú que pueden tener los corintios, los atenienses, los lacedemonios, los de Acadia y toda Grecia sobre los que imperan los bárbaros?».
¿Está releyendo aquí Jerónimo esta carta para nosotros? ¿Está espulgándose esta mujer sorprendida por De La Tour en su cámara de dormir? Sólo vemos que está sentada en un taburete, y en camisa de noche, a la luz de una vela puesta encima de una silla cercana, y ha parecido que está en el instante de aplastar un insecto entre las uñas de los dedos pulgares. O también se ha dicho que sería una parturienta que siente ya dolores, o una mujer desazonada que enhebra pesares o esperanzas entre sus dedos. No sabemos. Pero George de La Tour sabía que, como después diría Marcel Jouhandeau, que «forma parte de la discreción de Dios que ni los ángeles sepan ciertas cosas de nosotros». Y, al despedirnos del pintor, remirando sus pinturas, nos vamos rumiando nuestras complicidades.
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