Viajes
Objetivo Mongolia: ser celíaco sale caro
Cinco amigos que se hacen llamar «Chavalería Ligera» forman un equipo de aventureros que comenzaron el 17 de julio el mayor reto de sus vidas recorriendo gran parte del mundo a lomos de «Merche», la furgoneta que conducirán desde Madrid hasta Ulán Bator
Cinco amigos que se hacen llamar «Chavalería Ligera» forman un equipo de aventureros que comenzaron el 17 de julio el mayor reto de sus vidas recorriendo gran parte del mundo a lomos de «Merche», la furgoneta que conducirán desde Madrid hasta Ulán Bator
Escribo mis líneas en Schiltach, Alemania, protegido por los oscuros frondes de la poderosa Selva Negra. Frente a mí, las montañas se alzan sagradas hasta donde las águilas no alcanzan a mirar; junto a mí corre un riachuelo de notas templadas, y el resto del equipo se zambulle gritando entre las rocas; a mi lado, un vino caliente es el único vestigio de humanidad cercano. Casi parece estropear tan bella estampa.
Los primeros días de viaje han consistido en un lento y largo arranque. Salimos de Madrid el 17 después de comer, hicimos noche en Altafulla, Tarragona, y el 18 cruzamos la frontera para dormir en un prado cercano a Narbona. Los siguientes días han supuesto una carrera desesperada para recuperar el tiempo perdido. Lo hemos recuperado y ahora podemos descansar. Un descanso necesario tras dos jornadas de ocho horas conduciendo a la vieja Merche. No hemos podido disfrutar de un sólo lugar hasta ahora, aquí, escondidos entre las montañas alemanas. Parece como si estos días no fuésemos a Mongolia, sino que buscábamos un poco de paz, simplemente, alejados del ruido y el batiburrillo de coches que nos pitan al adelantarnos.
Recordar cómo montar las tiendas de campaña tras meses sin tocarlas, zigzaguear la furgoneta cargada de materiales hasta rebosar la baca, hacer equipo, unirnos como tal, han sido la prioridad de nuestros primeros días. Era necesario. Si queremos alcanzar el extremo del mundo sin perdernos, debemos hacerlo como hermanos, compartiendo sudor y sangre. La Merche y nosotros estamos aprendiendo a ser uno. Y por el camino escuchamos las lecciones de historia que nos cuenta Rafa, experto en reyes y grandes guerras, o reímos cualquier sagacidad que se le ocurra a Álex. Pacho y Gari, por otro lado, son los mejores conductores y quienes hacen posible alcanzar cada día nuestros objetivos. Yo todavía me peleo por meter quinta. Tras largos meses de minuciosa preparación, tantos que subir el 17 a la furgoneta tuvo sabor a sueño, el asfalto se alarga rumbo a lo desconocido. Y nuestras camas están lejos en casa, y nuestras familias, y todas las preocupaciones que erramos en imponernos.
Cruzar Francia fue veloz, pero tuvimos tiempo de observarla desde la ventana. Dejamos atrás los campos de Castilla y atravesamos los verdes prados del sur galo, y escuchamos las cigarras chillar ensordecedoras a nuestro paso. Incluso poniendo la música a tope, sus gritos se colaban en la furgoneta. Esta explosiva sensación de libertad, unida a la camaradería, el objetivo fijo, las canciones de Hombres G y Duncan Dhu sonando a todo volumen por los altavoces, ha colocado un nuevo filtro ante nuestros ojos. No vemos los edificios a los lados del camino, solo los bosques y ríos cruzando la maravillosa Europa. El continente viejo sigue pareciendo un jovenzuelo.
También hemos tenido breves momentos de tensión. Si dormiremos aquí o allá, si tomaremos esa o aquella carretera... Pese a tener todos el mismo objetivo, no todos queremos seguir el mismo camino. Álex tuvo su conflicto personal con el República Francesa por la falta de hielos a lo largo y ancho del país. En cada parada salía disparado para ver si encontraba, y siempre volvía con las manos en los bolsillos y enfurruñado; acostumbrado a la calidez de España, no entiende cómo puede costar tanto encontrar una simple bolsa de hielos. Yo le digo que viene bien irnos acostumbrando, porque más adelante en el camino seguro que no habrá hielos para echar en la neverita, ni cerveza fría para calmar la sed al final de cada etapa. Muy sabiamente contesta que no quiere sufrir antes de tiempo.
Yo, el celíaco, también tengo mis propias batallas por librar. Cada parada que hemos hecho en las gasolineras para comer, convertía alimentarme en una aventura. Es que en todas las gasolineras hay mil tipos de sandwiches, todos muy baratos, pero ninguno sin gluten. Hoy en Lyon había tres cámaras frigoríficas a reventar de bocadillos. Y claro, ellos han comido un sándwich por tres euros, y yo un tupper de lentejas semicongeladas por catorce.
Esta tarde me senté en la parte trasera de la Merche, mirando hacia detrás. La luz del atardecer desgarraba la carretera a nuestra espalda, aunque el viejo sol se había escondido hace rato. Parecía como si sus rayos todavía quisieran acompañarnos unos minutos más, tan ilusionados y temerosos por esta aventura como lo estamos nosotros mismos. Veía los coches abalanzándose hacia nosotros con los ojos rasgados en forma de faros, las fauces negras abiertas, y rugían atronadores al pasar por nuestra izquierda, veloces monstruos de hierro sin huesos dirigiéndose a sus quehaceres. Se me ocurrió pensar adónde irían, de donde vendrían. ¿Habrá alguno que llegue a Mongolia, o más lejos incluso? ¿O vuelven cada uno a sus casas con sus maridos, hijos y seres queridos esperándoles sonrientes? Mi hogar se extiende lejos en el horizonte, más y más lejos. Cada kilómetro que conducimos hacia el este, cada árbol que pasamos en forma de destello glauco, hace del hogar un kilómetro más inaccesible. Entonces volví a sentarme delante y miré al frente, y escuché abrazándome las risas de Álex y Gari recordando el día en que se conocieron. No se cayeron bien
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