Historia

España

El día que España aceptó que gobernara el adversario

El odio en la urna. Nunca en la Historia de España hasta el régimen del 78 los partidos políticos habían aceptado los resultados de unas elecciones verdaderamente libres, sin deslegitimar al adversario

Mujeres votando en Eibar (Guipúzcoa) en 1933
Mujeres votando en Eibar (Guipúzcoa) en 1933larazon

La deslegitimación permanente del contrincante político hizo mella en el sistema constitucional. En 1978 la historia dio un giro y los resultados salidos de unas elecciones libres marcaron una nueva etapa

Una de las claves del régimen representativo en este país es el comportamiento de los partidos y sus élites. Pastor Díaz, un pensador español del XIX, hoy olvidado como tantos otros, escribió en su obra «Condiciones del Gobierno constitucional en España» (1846) que era imprescindible para el buen funcionamiento del sistema que los grupos políticos fueran leales y legales, tanto en el poder como en la oposición. La deslegitimación constante del adversario y la apropiación del régimen para conservar en exclusiva el poder, no siempre con elecciones de por medio, desestabilizó el sistema constitucional, atrajo la violencia, y acabó perdiendo la libertad o el camino hacia ella.

La vida política durante el reinado de Isabel II fue asentando costumbres públicas liberales, pro no las derivadas de una confrontación electoral, ni siquiera de las luchas parlamentarias. El abuso de la prerrogativa regia, el ostracismo del adversario, y el exclusivismo en el poder y la elaboración de las leyes, salpicaron trágicamente aquel tiempo de revoluciones, pronunciamientos y golpes de Estado. Las elecciones eran amañadas por el gobierno de turno, y en numerosas ocasiones contaron con el retraimiento de la oposición. El Partido Progresista, aquella agrupación de Olózaga, Prim y Sagasta, hizo hincapié en el cambio en la ley electoral y en una Corona imparcial para que hubiera un «gobierno verdaderamente representativo», lo que no ocurrió. Y el Partido Moderado, tan dividido como dependiente del general Narváez, abusó del control gubernamental de los notables locales y de su influencia en la corte. La Unión Liberal, quizá el primer partido centrista de España, quiso solucionar la animadversión entre esos partidos tradicionales pero acabó dividido, traicionado por el progresismo, que intentó una revolución en 1866, y finalmente Isabel II les dio la espalda prefiriendo al Partido Moderado. El exclusivismo y la deslegitimación del adversario condujeron al inevitable destronamiento de la reina.

- Un espejismo

La coalición de septiembre de 1868 entre progresistas, unionistas y demócratas quiso levantar una monarquía democrática, asentada en el sufragio universal masculino y la alternancia en el poder. Aquellos políticos pensaron entonces en la formación de dos grandes partidos, uno conservador de la revolución y otro reformista que se alternaran en el poder. Parecía posible la convivencia en la «gran familia liberal española». Fue un espejismo. Las elecciones de 1869 marcaron la formación de una coalición entre los tres socios, que dirigió el país hasta la elección de rey en noviembre de 1871.

Los dos años que necesitaron para la aceptación de un candidato fueron de crisis provocadas por la interinidad y el rechazo de las dinastías europeas. La elección de Amadeo de Saboya no provocó la conciliación, sino todo lo contrario. El general Prim manifestó que dirigiría el Partido Radical para gobernar en exclusiva, mientras que los conservadores mostraron sus dificultades para orquestar una alternativa. Su asesinato forzó la continuación de la falsa coalición que sólo aguantó un año para disputarse el poder al margen de las reglas de juego. Los radicales se atribuyeron la paternidad de la Monarquía de Amadeo, y llegaron a aliarse en las elecciones con carlistas, moderados y republicanos para desalojar del gobierno al Partido Conservador de Sagasta y Serrano. Y éstos amañaron las elecciones de abril de 1872 para gobernar en exclusiva. El gobierno representativo, si alguna vez lo hubo, fue imposible. Así lo entendió Amadeo de Saboya y renunció a la Corona.

Las elecciones republicanas de mayo de 1873 fueron otro fraude. Al golpe de Estado de los radicales en abril había respondido Pi y Margall, ministro de la Gobernación, con la disolución ilegal de la Asamblea Nacional. En esas elecciones, Pi envió una circular a los gobernadores civiles para que promovieran sólo el voto de los federales. La oposición se abstuvo, las Cortes no fueron representativas una vez más, el gobierno fue débil, y el país se consumió, además, en tres guerras civiles: carlista, cantonal y cubana. No había costumbres públicas liberales suficientes, y menos aún democráticas. En la noche del 2 al 3 de enero de 1874, ese exclusivismo ciego y suicida lo expresó Nicolás Salmerón con su frase «la república, para los republicanos», que culmino con un «Perezca la república, sálvense los principios». Y pereció.

La virtud de la Restauración estuvo en la aceptación del adversario, pero asentada en una evidente manipulación gubernamental de las elecciones –el conocido sistema caciquil–. Entre 1875 y 1923 se celebraron un total de veintiuna elecciones; esto es, una cada dos años y medio. Únicamente el Congreso elegido en 1886, con mayoría del Partido Liberal de Sagasta, estuvo a punto de agotar el tiempo de legislatura: cinco años. Los gobiernos no salían de las urnas, sino que eran nombrados por la Corona, y luego, los elegidos, apañaban las elecciones encasillando a los suyos y pactando con la oposición, incluidos los republicanos. Todas las convocatorias, salvo las de 1919, que fueron especiales, fueron ganadas por el gobierno que las convocó, obteniendo una mayoría holgada. El Partido Conservador de Cánovas, Silvela y Maura, y el Partido Liberal de Sagasta, Canalejas o Romanones, aceptaron las reglas de juego, y dieron cierta estabilidad al régimen. Para aquel falseamiento electoral tenía «recursos tan groseros –escribía entonces Gumersindo de Azcárate– como las comilonas y francachelas, o tan criminales como el cohecho y el soborno», y vició el régimen. No varió la situación el restablecimiento del sufragio universal en 1890, y el sistema entró en crisis a partir de 1898. Las instituciones fallaron hasta el punto de ver en la dictadura de Primo de Rivera una solución, lo que empeoró aún más la vida política.

La Segunda República, lejos de combinar la libertad electoral con la aceptación del adversario, aumentó la animadversión hacia el otro, endureció el discurso político hasta la violencia más extrema, e impidió la posibilidad de una convivencia surgida de las urnas. La izquierda se apropió del espíritu y principios del régimen, y deslegitimó la existencia y la victoria electoral de la derecha, ya fuera el Partido Radical o la CEDA. Incluso buena parte del socialismo y del izquierdismo republicano se opuso al sufragio femenino, y condenó al ostracismo a Clara Campoamor, su defensora, porque la derecha ganó las elecciones de diciembre de 1933. Ese odio al adversario convirtió al otro en enemigo, y la izquierda organizó la revolución de 1934 que selló la imposibilidad de aquella República, en una España que se lanzaba a la guerra civil dos años después.

La falta de costumbres públicas liberales y democráticas en la sociedad, por el sometimiento a la dictadura de Franco, se solventó en la Transición con un comportamiento de los partidos y de sus élites distinto a lo que había sido históricamente. Las urnas se convirtieron entonces en el órgano que decidía el gobierno, siempre pendiente de mayorías o de pactos, pero contando con la respuesta leal y legal de la oposición. El resultado es que hoy, parafraseando a Juan José Linz, uno de los grandes sociólogos españoles del XX, cualquier creencia en una crisis de la democracia, lejos de ser una quiebra, es una oportunidad para reforzarla.

Brutalización de la política

La «brutalización» de la política tuvo su máxima expresión en la II República, cuando la violencia verbal, el discurso guerracivilista, el extremismo ideológico y la retórica rupturista acabaron empapando el espíritu público y dirigiendo las acciones colectivas. La violencia sustituyó la vida parlamentaria, la propaganda democrática y las urnas. La izquierda se apropió de la República, un régimen configurado para su gobierno exclusivo, y que la derecha no quiso. Todos los partidos y sus élites fueron culpables, como muestran sus discursos y periódicos, e incluso su actuación de gobierno. El voto se convirtió en una manifestación de odio.

Muñidores electorales

Los más conocidos «fabricantes» de resultados electorales del siglo XIX fueron José Posada Herrera y Francisco Romero Robledo. Los dos fueron ministros de la Gobernación, puesto desde el que se organizaban los comicios, y luego jefes de Gobierno. El primero, conocido como «el gran elector», desempeñó el cargo en 1858 y 1865. El segundo, llamado «El pollo de Antequera», lo fue en tres ocasiones durante el reinado de Alfonso XII. Posada recomendaba a cada gobernador que ejerciera su «influjo moral que su posición le permite», y otro tanto hacía Romero Robledo. Sus prácticas incorporaron términos como «encasillado», «cunero» o «pucherazo».