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El agónico y enamorado París de Chirbes

La Razón
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El pasado verano moría Rafael Chirbes, un narrador de raza que, con sus más recientes novelas, «Crematorio» o «En la orilla», ofrecía una descarnada denuncia de la corrupción político-inmobiliaria de los últimos años y, en anteriores obras como «La larga marcha», «La caída de Madrid» o «Los viejos amigos», se centraba en el desengaño generacional de la militancia civil y las luces y sombras del antifranquismo. Ha quedado así la imagen del escritor comprometido con su tiempo social, ferviente defensor –con Baroja y Galdós al fondo– del mejor realismo crítico. Pero no debe olvidarse una primera y deslumbrante novela, «Mimoun» (1988), ambientada en Marruecos, con una envolvente atmósfera de sentimental sensualidad y, en un ámbito homoerótico, intimista percepción de las emociones amorosas. Su última obra, publicada ya póstumamente, «París-Austerlitz», parece volver a esos orígenes, cerrar el círculo de toda una dedicación.

Estamos ante una novela centrada, en un característico París contemporáneo, en la relación amorosa entre un treintañero narrador protagonista, artista pintor, sensible y refinado, y Michel, cincuentón obrero de ascendencia campesina. La acción se desarrolla en dos planos temporales: un presente actual en el que Michel, enfermo terminal de sida, es visitado en el hospital por su joven amante, con su relación ya terminada; y, por otro lado, la rememoración de un pasado feliz. Sin obviar la conflictividad de los celos, el desquiciamiento alcohólico, los miedos al abandono o la acechante presencia del desamor, la «carcoma» se dice en metáfora de la maléfica intuición de un siempre posible final de la relación. Buena parte de la historia gravita sobre la enfermedad como elemento deshumanizador de los sentimientos; la presencia de la muerte planea sobre esta frustrada pareja.

Contagio romántico

Se adentran también en la naturaleza del amor, en esa pasión «que nos contagiaron románticos y surrealistas» y que, en la línea señalada por Ortega y Gasset, consiste en esa «perturbación mental transitoria» que justifica y complica la vida a la vez. Se aprecia también la influencia indirecta de Luis Cernuda y su conocida oposición entre la realidad y el deseo, los vaivenes de la vehemencia erótica y el azar del enamoramiento insospechado. Más evidente porque las notables diferencias culturales y las experiencias diversas del narrador y Michel les encaran a una complementariedad circunstancialmente feliz, pero de conflictiva continuidad; viven su amor con el temor a perderlo, entre celos y contrariadas discusiones de absurda banalidad. Sus respectivas familias, de antagónica extracción social, coinciden en una furibunda o mal disimulada homofobia en cada caso y, a la postre, en un pesado lastre moral para nuestros personajes. Un representativo París, melancólico, les acoge al tiempo que se erige en protagonista, descrito como curiosa atmósfera neorromántica: «El aire, la piedra, el cauce del Sena, nebuloso pastis disuelto en agua, el color de la ciudad de París durante semanas enteras, las fachadas gris perla, el gris de la neblina que se prolonga y envuelve el de muelles y puentes, monocromo, húmedo y obsesivo, hasta que, de pronto, el aire se fragmenta en infinidad de partículas, y los copos de nieve componen un cuadro puntillista». La estación ferroviaria que da título a la novela, es un símbolo del decadente tono de final de trayecto que ésta ostenta; una cierta amargura crepuscular recorre este relato de contrariado amor y anhelante deseo, que no oculta el asfixiante carácter de una posesiva relación. Si el tiempo había paliado la rudeza de la ruptura, ahora la enfermedad les devolvía a un enrarecido ambiente de compasivas caricias, trucados recuerdos y misericordiosos fingimientos: otro amor.

En esta historia anida también una pausada reflexión sobre el poder del arte para atrapar gratificantes momentos de cotidiana realidad: «En mi pintura busco esos chispazos de felicidad que intuyo en Matisse; sigo pintando marinas, sutiles paisajes otoñales y arquitecturas clásicas, frontones, columnas, escalinatas, grandes espacios bajo la vivificante luz del sur». Se trata de la necesidad de ordenar el caos propiciado por el impetuoso deseo sexual, en un intento de consolidación del huidizo enamoramiento. Chirbes retrata magistralmente los espacios de estas vivencias: pintorescos cafés, inquietantes pasillos hospitalarios, trenes que se cruzan en la noche o emblemáticas buhardillas configuran una estética de la sentimentalidad atormentada, sin excluir por ello destellos de ilusionada felicidad.

Destacan aquí conceptos como la esencial búsqueda del placer, el amor como una fluencia de dominio y sumisión, las inevitables recriminaciones culpabilizadoras, la mala conciencia del desenamoramiento, la frustración de la promiscuidad o hasta el clásico amor más allá de la muerte. Novela datada con dos fechas lejanas entre sí, 1996 y 2015, lo que presupone una larga y elaborada redacción; el resultado es una obra de perfecto desarrollo argumental, acertado planteamiento temático, excelente construcción psicológica de los protagonistas, un ritmo temporal preciso y medido, una lograda amenidad de la trama, definitiva muestra del mejor realismo intimista, alta literatura comprometida con la condición humana.