El desafío independentista

La superioridad catalana

La problemática no es nueva, en el siglo XIX, en Cataluña ya hubo una conciencia de preminencia sobre el resto de España. El enemigo del nacionalismo no es exterior: es interno y le ha alejado de la vanguardia que una vez fue.

La superioridad catalana
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Como todos los movimientos de los que se considera sucesor, desde el independentismo cubano (del que copia la bandera, la famosa «estelada») al argelino, también el catalán se considera asimismo un impulso de emancipación y liberación. No lo es del todo, sin embargo, o mejor dicho lo es a su manera. Y es que Cataluña no es, para los nacionalistas, una colonia de España, ni los catalanes conforman una minoría oprimida. La relación que los nacionalistas mantienen con el resto de los españoles es distinta y original. Los catalanes, según esta visión, serían un grupo superior y la sociedad catalana disfrutaría de un estado de civilización y cultura superior al del resto de España.

Ya en el siglo XIX, si no antes, hubo una conciencia de superioridad antigua, burguesa y satisfecha de sí mismo, imbuida del famoso «seny» y de un cierto sentimentalismo, acompañado de un amor por lo propio característico del espíritu catalán. Esta mentalidad llevaba a una parte de la sociedad catalana, probablemente la más característica, a estar orgullosa de su influencia, a negociar duramente con el gobierno central y a pensarse a sí misma, no sin parte de razón, como el motor industrial del conjunto del país. Frente a Madrid, capital política poblada de funcionarios, se alzaba Barcelona, ciudad industrial y cabeza de una de las dos regiones –junto con lo que entonces eran las Vascongadas– más avanzadas de España. En el esquema que se dibujaba, Barcelona sería el Milán español, y Madrid sería Roma, aunque era dudoso que Madrid tuviera la capacidad de la antigua ciudad italiana para liderar España. En cualquier caso, Barcelona –y con ella Cataluña– iba por delante de Madrid en prosperidad y progreso.

Este planteamiento habría podido ser el eje de la vertebración de la España actual, con un catalanismo consciente de sí mismo pero bien integrado en el conjunto nacional español. El nacionalismo lo cambió todo. Infundió en este espíritu las (siniestras) novedades elaboradas por los franceses, que atañen a la superioridad de la raza y a la necesidad de preservarla en su pureza. Ya no era una superioridad negociada y sentimental, con elementos prácticos venidos del fondo rural y comercial de la cultura catalana. Ahora se trataba de reivindicar una identidad propia en la que tomaba el primer plano la obsesión racial de finales del siglo XIX, cuando nacen los nacionalismos modernos en plena crisis de los regímenes constitucionales y la nación liberal. Los nacionalistas catalanes se descubrieron a sí mismos, como todos los nacionalistas de todos los países, formando parte de un grupo o una cultura superior. A todo esto se añadió la naturaleza mediterránea de la sociedad catalana, que la hace particularmente proclive a la endogamia y a la corrupción. Aunque atemperado por el catolicismo de Prat de la Riba y por la visión global de algunos grandes empresarios, como Cambó, el nacionalismo se nutrió de todos estos elementos.

Las consecuencias prácticas de estas posiciones varían. Todo nacionalismo se nutre del miedo a que el organismo social se vea parasitado por agentes extraños que acaban provocando la degeneración del primero y, al cabo, su extinción. Aquí resuenan todas las teorías, o las paranoias, darwinistas y regeneradoras propias de hace un siglo. Visto así el problema, la única solución es la independencia: sólo de ese modo se salvará la lengua, la cultura, la identidad.

El enemigo del nacionalismo no es, como se ha dicho tantas veces, exterior. Al revés, es interno, y difícil de distinguir de los autóctonos, con los que comparte numerosos. Esto es lo peligroso, aunque abre otra posibilidad, menos tajante que la anterior de la independencia, que es la nacionalización del extraño antes de que provoque la degeneración y la destrucción del organismo original. En este caso están a disposición del nacionalismo toda clase de experimentos de ingeniería social, algunos muy crudos y otros enrevesados y difíciles de entender. La transformación de una manifestación antiterrorista en otra antiislamófoba es un ejemplo.

Hay otra solución, que el nacionalismo catalán ensayó en su momento, que es el imperialismo. (El profesor Enric Ucelay-Da Cal le dedicó un estudio monumental y clásico) El imperialismo aspiraba –en términos no del todo cínicos– a extender la civilización y la cultura a los pueblos inferiores. Lo mismo quisieron hacer algunos de los fundadores del nacionalismo catalán. Se trataba de contribuir a civilizar una España atrasada. Esta misión de modernización ha estado presente en el nacionalismo desde Cambó hasta Pujol.

Esta forma de superioridad, y la idea de que Cataluña es la palanca crucial para la modernización –ya que no la civilización– de España forma parte de los tópicos nacionalistas, elevados a rango de «señas de identidad» de la Cataluña del siglo XX. Sigue presente en la cultura catalana, pero también en buena parte de la mentalidad progresista española. Así lo demuestra la obsesión por relacionar la solución del llamado problema catalán con una nueva ola de modernización de nuestro país, tan presente en el debate político actual y no siempre a medias palabras, como sería de esperar dada la realidad de la sociedad española, que nada tiene ya que ver con estos clichés. Al revés, el nacionalismo, en vez de acentuar el papel de Cataluña como modernizadora de España, la ha llevado a ensimismarse, y aunque siga siendo una de las zonas más ricas del país, no lo es ya como antes, ni es ya esa vanguardia que una vez fue.

El efecto del nacionalismo ha sido por tanto perverso para la supuesta superioridad catalana. Aun así, la obsesión sigue vigente, apoyada además en esa mentalidad progresista española que lleva a ver lo propio como algo fracasado, una realidad con la que no es posible identificarse del todo y de la que el auténtico progresista tiende a avergonzarse, como ocurrió durante mucho tiempo. Aunque los nacionalistas catalanes han renunciado a su misión de civilizar España, no todo el progresismo español ha dejado de soñar con que alguien o algo modernice de una vez su propio país.