Gastronomía

Todos los caminos llevan a la barra, quítate tú pa’... ponerme yo

Como espacios naturales, en primera línea del mar gustativo, palcos «gastrópatas», barreras de tronío gastronómico y contrabarreras de arte culinario

Clientes pegados a la barra, que sincronizan sus movimientos y se dejan la piel por una misma causa
Clientes pegados a la barra, que sincronizan sus movimientos y se dejan la piel por una misma causalarazon

Como espacios naturales, en primera línea del mar gustativo, palcos «gastrópatas», barreras de tronío gastronómico y contrabarreras de arte culinario

Todos los clientes tendemos a tomar nuestros deseos por realidades. Ni siquiera en este tiempo de fibrilación gastronómica mediática la movilización de los hábitos no se improvisa. Cada cosa en su sitio. Por mucho que haya y vengan modas hosteleras hay cosas que siempre perduran. La clásica barra es la nueva mesa. La experiencia y el contacto «gourmet» se imponen a la comodidad de las mesas.

La barra favorita se convierte en nuestra particular «Itaca», la isla gastrónoma con mayúsculas, el anhelado punto de llegada, la meta final, el destino de la Odisea dominical. El canon «gourmet» y el pilar hostelero que sustenta nuestros sueños.

Clientes pegados a la barra, que sincronizan sus movimientos y se dejan la piel por una misma causa. Las barras se han convertido en objeto de deseo. Como espacios naturales, en primera línea del mar gustativo, palcos «gastrópatas», barreras de tronío gastronómico y contrabarreras de arte culinario. Iconos hosteleros donde los comensales aspiran a ser notarios de inolvidables experiencias gustativas. Desde la barra se establecen escraches visuales y reverentes al producto expuesto en el mostrador. Ahora que tanto vivimos de hacer ruido gastrónomo, la visita a determinadas barras es un antídoto preciso contra cierta vulgaridad que amenaza la convivencia hostelera.

La fuerza de los acontecimientos matutinos del aperitivo y la pujanza pertinaz del tardeo nos empujan a no capitular, en busca de otras barras. La segunda visita es como una declaración de intenciones. Al llegar está completa. Comienza la espera. ¿Cómo se armoniza semejante escenario?. Tiempo y voluntad no deben faltar. Ni un gramo de malestar. Tampoco un llanto de más. Pasados unos minutos, accedemos a nuestro minúsculo territorio de mármol, peleándonos en silencio, la mayoría sin pretenderlo, sobre si establecer o no fronteras ante la llegada de un nuevo cliente transformado en un pujante conquistador de espacio. Discutiendo con el rostro, con cada vez mayor acritud e irritación visual, sobre si constituimos una nueva frontera con el brazo y la espalda. El diálogo resulta esencial, por favor, no empujen se oye. Al fondo hay sitio y mesa. Pero, ¿cómo hablar, si nadie escucha?

El gasto energético y la carga muscular acumulada no impide que de manera armónica iniciemos el viaje hacia el tercer (re)encuentro. Consumir no es igual que competir. El poder efímero de algunas barras obedece a imponderables del tiempo. La naturaleza «barrista» se reactiva. Prohibido arrepentirse.

La asunción inicial de ciertas limitaciones de espacio desata un sinfín de acontecimientos. El evidente desquiciamiento de algunos desatendidos y consternados que guardan las formas, con un silencio crítico a la altura de las circunstancias vividas, sin ningún afán de debilitar la conversación, contrasta con la satisfacción de otros que han encontrado hueco. El oportunismo queda retratado.

Antes las dificultades aparecen las oportunidades. Aún nos queda mucho por descubrir. Las barras son los pilares básicos de la hostelería. Tienen un peso fundamental como centros de I + D: Iniciativas gourmet y desarrollo de amistades. Existen evidencias concluyentes al mirar el rostro del camarero y el cliente. Que remamos en la misma dirección. Somos protagonistas de esta «love story» que se representa en las barras. Este tipo de historias funcionan, sobre todo, si el camarero desprende carisma.

En las barras encendidas, juntos pero no revueltos, los camareros abjuran de su papel negociador y rechazan jugar cualquier otra baza que no sea acercar la bebida. Los clientes no habituales abdican sin remedio. No sé qué es peor, que te echen indirectamente o te inviten a abandonar la barra. Algunos ven la aproximación de otro cliente para demandar su vermut como una absoluta violación de la intimidad comensal. Qué barbaridad. Está claro que es una lucha muy desigual.

O nos armamos de urbanidad o esta batalla la vamos a perder todos. Pero el pasado domingo, en pleno aperitivo, en Tierra Santa de barras, con la Bodega a reventar, se produjo un punto de inflexión. La vulnerabilidad y la fragilidad se imponen en un lateral de la barra. ¡ No pasarán!... «Por favor me permite».

La barra esta atestada y proliferan los mediadores, básicos, un servidor, para trasladar los vermuts por encima de las cabezas del gentío. Aplicando los consejos que el estratega general chino Sun Tzu dejó dicho: «Todo el arte de la guerra está basado en el engaño. Por eso, cuando seas capaz, finge la incapacidad; cuando estés activo, finge la pasividad. Cuando estés próximo, haz creer que estás alejado; cuando estés alejado, que estás cerca». Así que adaptemos esta recomendación al mundo hostelero: «Hay rutas que no se deben apurar, clientes a los que no hay que avasallar, barras que no se deben sitiar y terrenos que no hay que disputarse».

Quien haya atendido a las lecciones del general chino habrá comprendido que en la hostelería el código de algunos clientes la línea recta no es el camino más corto para alcanzar un objetivo. Prudencia y paciencia. Esas sí que son las claves para sobrevivir en determinadas barras dominicales. Desheredados de forma temporal, por cuestiones geográficas, buscamos la cuarta parada. Por avatares del destino cotidiano visitar varias barras es una costumbre necesaria.

Ya ha habido un antes, el aperitivo, y queda todo un después, el precoz tardeo. Una cosa está clara, aunque nos pasamos la semana esperando el gran día, la sobremesa tiene una fecha de final incierta. Nos contagiamos de un optimismo insensato. Nos empeñamos en una quinta inmersión para llegar hasta las raíces de otra barra. Atravesamos corrientes de público hasta alcanzar el peñón habitual de mármol, donde el aperitivo se convierte en una noria emocional de sabores.

Aunque la «gastrocracia» marca los hábitos del mundo gastrónomo, con rigor o sin rigor «gourmet». Por mucho que nos lo hayan dicho mil veces volver a los orígenes, al punto de inicio, a la barra favorita donde todo comenzó, suele ser una buena manera de recuperar la normalidad y encontrar la satisfacción.

El final de la jornada vivida se convierte en una estafeta de afectos y en un vomitorio cotidiano de denuncias a través del wassap. Pero todos están de acuerdo, asear la realidad hostelera hasta convertirla en la verdad real: La barras están de moda. Transcribo con una sonrisa de esperanza. Quienes aún esperan que este artículo contenga una metáfora para merecer su consideración, no tienen más que pensar en la canción del maestro Jonnhy Pacheco y la Fania All Stars...Quítate te tú pa ponerme yo. Locos por la barra.