Paloma Pedrero

Deseos contrarios

La Razón
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Me gusta observar a las personas que están solas en las terrazas de los bares. El otro día estaba con mi perra feliz cuando vi a una dama solitaria con un perro adormilado a sus pies. Por su extraña manera de comer advertí que era ciega, pero sonreía al sol. Sentí una inmensa admiración, sentí que podía ser yo misma dentro de unos años, y toda la compasión se me vino encima. Deseé vivamente acercarme a ella, charlar, ofrecerle mi amistad. Cuando la dama ya acababa el postre, me aproximé a su mesa con la excusa de tirarle la pelota a mi perra, que olisqueó el trasero de la suya sin que ésta se inmutara, y enseguida le hablé: «¡Qué perra más bonita!», exclamé. Ella me contestó: «La suya también lo es, bonita y juguetona». «Es jovencilla todavía, comenté, ¿qué edad tiene la suya?». La mujer frunció el ceño y me miró como si me viese. Siglos, declaró. Noté que algo sí distinguía, no de frente, pero seguramente por los laterales del ojo sí veía. Tendrá una mácula en el centro, cavilé. ¿Siglos? Claro, añadí encantada, estos seres tan queridos son eternos en nuestro sentir, ¿verdad? La dama se arrancó la sonrisa y me lanzó: «No diga tonterías, mi perra es vieja como yo y no le gusta relacionarse con desconocidos». Me quedé de piedra y me despedí apenada. Me hubiera gustado encontrar una mujer amigable. Pero estaba claro que mi cordialidad no tenía sentido para ella. Mi deseo no era su deseo. De nuevo una lección olvidada. Mi perra volvió a olisquear a su perra que esta vez emitió un gruñido. La dama ciega, agarró su café y dio un sorbo complacida.