Alfonso Ussía

El desfilón

A Putin no le han fallado ni la estética de sus militares ni la inmensidad de la Plaza Roja de Moscú. Le han fallado los invitados al gran desfile conmemorativo de la victoria aliada sobre la Alemania nazi. No han acudido sus aliados. Le ha acompañado un grupete de nuevos amigos que, con excepción del presidente chino, carecen de representatividad. Pero el desfile ha sido apoteósico, y la demostración de poder con el moderno armamento del Ejército ruso, para meditar.

La marcialidad del Ejército ruso se puede igualar, pero no superar. Y la música militar de Rusia es emotiva, rotunda y de gran calidad. Lo mejor que hizo el comunismo en la URSS fue permitir que su general Boris Alexandrov creara y dirigiera al fabuloso conjunto de «Los Coros del Ejército Rojo», que hoy se presentan como «Coros y Ballet del Ejército Ruso». Aquellos doscientos militares artistas pasearon por el mundo durante decenios la única cara amable de la tiranía comunista. Como el ballet de Igor Moisseiev, también oficial, pero con un final desgraciado para el sistema. En París, la mitad de sus bailarines, en pleno «gopak», que aquí se conoce por la «Danza de los Cosacos», saltaron del escenario al patio de butacas y mientras el público, entusiasmado por creer que aquel masivo cabriolar formaba parte del número y aplaudía compulsivamente, los danzarines abandonaron el Olympia en pos de una embajada acogedora. Sea recordada la definición de «Cuarteto de Cuerda» en boga por aquellas calendas del tardocomunismo. «Un cuarteto de cuerda es lo que vuelve a Moscú después de una exitosa gira por Occidente de una orquesta sinfónica».

Pero los militares son leales, y Alexandrov siguió, hasta avanzadísima edad, dirigiendo sus coros, a los que sumó voces femeninas y un extraordinario ballet. Recuperó viejas canciones de la rusia prohibida, melodías que ya se cantaban en tiempos de los Zares, y mantuvo en el repertorio las marchas e himnos de la Revolución. Aquel que no entienda el ruso se puede emocionar igualmente con sus maravillosas marchas y melodías, porque la grandeza está en su armonía e interpretación, no en lo que dice la letra. Más o menos como lo que puede sentir un ruso si oye «Els Segadors», pero con menor altura artística.

El Ejército Rojo fue muy aficionado a las medallas. Un oficial con méritos discretos acumulaba durante su servicio de armas una media de 30 condecoraciones. Actuaban con ellas prendidas de sus guerreras. Y el gran Alexandrov, con más de ochenta años, dirigía a sus oficiales y soldados plenamente condecorado, es decir, con medallas hasta las rodillas, en un alarde de fuerza, resistencia y agilidad impropios de un genio de la música entregado a sus atardeceres.

Ante la pasmosa visión de las compactas y multitudinarias formaciones militares en la Plaza Roja de Moscú, no he sentido preocupación ni miedo. He calculado que entre esos miles de militares se podrían aprovechar unos cuantos centenares para renovar «Los Coros del Ejército Ruso», que –extraña contradicción–, actúan fuera de Rusia con menos asiduidad que en su época soviética. El Ejército soviético imitó la estética del Ejército Imperial, como el ruso ha mantenido lo más logrado del soviético. El comunismo fue muy estricto con las apariencias. Los civiles con corbata, y los militares perfectamente uniformados. Ante la antiestética casposa de un perroflauta advenedizo con camisa sudada y coletas, un comunista ruso muestra siempre recelos de comparación y cercanía.

Me gustó la estética del desfilón. Otra cosa es el uso del poder militar que mostraron a los dirigentes de segunda clase que acompañaron al Zar Putin.

Para el que firma, el Ejército ruso es música, arte y emoción.