Cataluña

La única salida para Mas es dimitir

La Razón
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Nunca un debate de investidura fue tan previsible y pobre y nunca un candidato tuvo la insolencia de ni siquiera presentar un programa para gobernar –se entiende que de la gestión de los asuntos políticos que atañen a los ciudadanos–. Pero Artur Mas ya no aspira a gobernar en sentido estricto, como correspondería en un país normalizado, sino a administrar las cuotas de poder acumulado por CDC y evitar, dentro de lo posible, que la caída del pospujolismo que él representa le dañe lo mínimo, política y personalmente. Así que sus propuestas presentadas ayer se limitaron a repetir el argumentario independentista hecho al gusto del radicalismo que se ha impuesto en el Parlament y, de manera muy especial, al de la CUP para atraerse su voto envenenado, algo que no consiguió. De ahí que hubiese momentos en que su discurso tomara tientes antisistema, como la referencia a los «fondos reservados» para sabotear el plan independentista, o cuando alardeó de cómo funcionan las «cloacas del Estado». Sin embargo, no se oyó ni una propuesta para gobernar los asuntos públicos. Mas ya no sólo descarta gobernar para atender los muchos problemas que tiene la sociedad catalana –temas que durante la pasada legislatura han pasado a un segundo plano–, sino que se conformaría sólo con dieciocho meses en la Generalitat para culminar el plan independentista, tal como les ofreció a los anticapitalistas de la CUP. Cataluña, por lo tanto, vuelve a instalarse en el desgobierno. Después de la declaración independentista del pasado lunes, la imposibilidad para constituir un gobierno mínimamente estable ha dejado al descubierto la debilidad del «proceso» y el temor a que descarrile definitivamente, con la sensación de que la mayor perjudicada acabará siendo la propia sociedad catalana, que trasladará la imagen de insolvencia para tratar asuntos de Estado y desconfianza dentro de la Unión Europea por no respetar la legalidad española y comunitaria. El desconcierto empieza a sentirse. Los síntomas más claros quedaron patentes en las críticas que recibió la propuesta de declaración unilateral de independencia por parte de algunos consejeros –sintomáticamente los de Economía e Interior– y que se pudo visualizar en la frialdad –sin aplausos– cuando el pasado lunes se aprobó la declaración. El desconcierto es también detectable en amplios sectores del votante moderado de Convergència, que confiaron en Mas –lo cual, a estas alturas, es mucho confiar– el liderazgo del «proceso» y que no contaban con romper con la Constitución y la legalidad española a una velocidad tan vertiginosa, ni con que un partido de centroderecha dependiese de un grupo de extrema izquierda. Artur Mas tiene pocas salidas, más allá de ser elegido presidente, algo que, además de ser cada vez más improbable, es un escenario que ni sus propios seguidores desean. Ha llevado a Cataluña a un callejón sin salida en el que persistir en el incumplimiento de la Ley sólo llevará a profundizar en el aislamiento, sabiendo, además, que para salir de esa situación sólo cabe retroceder. Y cuanto antes, mejor. Mas ha dejado una hipoteca demasiado alta para un partido que, además de estar acosado por la corrupción, hasta el punto de ocultar su nombre, ha tenido que renunciar a la centralidad política y al catalanismo pactista. Mas debe renunciar cuanto antes a la presidencia de la Generalitat, por el bien de la propia institución, instrumentalizada políticamente hasta la degradación. No será fácil reconducir la situación en Cataluña y que la Ley vuelva a anteponerse a cualquier prerrogativa del nacionalismo, pero será necesario contar con el catalanismo moderado. Todavía estamos a tiempo.