Toros

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La tarde en que todos los toreros fueron Víctor Barrio

«¡Víctor, Víctor, por favor!» fue el desgarrador grito del abuelo al descubrirse el féretro en la capilla ardiente del cuerpo de Barrio, celebrada en Sepúlveda donde vivía con su mujer. Hoy a las once se celebra el funeral

Un capote con la foto de Barrio y un crespón negro
Un capote con la foto de Barrio y un crespón negrolarazon

«¡Víctor, Víctor, por favor!» fue el desgarrador grito del abuelo al descubrirse el féretro en la capilla ardiente del cuerpo de Barrio, celebrada en Sepúlveda donde vivía con su mujer. Hoy a las once se celebra el funeral

Larga fue la noche del adiós. Y tenebrosa. Hirientes imágenes revolotean una y otra vez para dar crédito a lo que cuesta creer. 29 años y un terrible adiós entre los pitones del toro, que le atraviesa la vida reventándole la aorta. Los ojos en blanco, antesala del instante que nos hizo enmudecer. Eternos los minutos, ya las horas. Raquel, su mujer, necesita ayuda psicológica para la avalancha emocional, con sus propios ojos lo vio. Trago ingrato donde los haya. Víctor Barrio ha muerto. Le ha matado un toro. La noticia vuela y la angustia crece. No hay palabras para contar este dolor que atraviesa. Lo sabe la cuadrilla, en su cara va la vida que no está. Y los compañeros. Morenito le asistió con sus brazos, mientras Jarocho le quitó al toro y Pablo Saugar asiste al torero. Fue su padre «El Pali» el que vio morir a Yiyo. Ironías del destino, de la vida, de la tragedia... Pero todo es en balde. A Víctor Barrio se lo habían llevado ya en esa eucaristía ininteligible para el raciocionio. «Lorenzo», el toro de Los Maños, no perdonó el descuido del viento. Certerísimo. Cruel. Al amanecer se le realizó la autopsia en Teruel. Protocolo por «muerte violenta». Y casi cuatro horas le aguardaban en la vuelta a casa. Hueco de vida, en pie la leyenda. A las 15:40 llegaba el coche fúnebre al tanatorio de Sepúlveda, donde vivía con su mujer. Un capote en el ayuntamiento con crespón negro anuncia lo que todo el mundo sabe. Hay un silencio especial por las calles, el que acompaña a ese shock traumático. Lo saben aquí y allá. «Era un buen chico, uno más del pueblo». Eso va de boca en boca. Nadie (o casi) se libra. Lo sabe el hombre que trabaja en la gasolinera de la entrada de Sepúlveda. Lo sabe tanto y tan hondo que es nombrar al torero y se queda sin palabras. Queda apenas una hora para que dé comienzo la capilla ardiente, se multiplican las flores, coronas e infinidad de muestras al héroe caído. Queda apenas una hora y sólo un murmullo resuena entre unos y otros «parece que todo esto no ha pasado, que fuera mentira», lo dice su gente y los propios compañeros que actuaron con él.

En el bar de enfrente del polideportivo, donde se ha instalado la capilla ardiente, se arremolinan los primeros en llegar. Toreros, vecinos, amigos... El silencio es sepulcral, sólo roto por las lágrimas, íntimas todas al ver en la televisión al torero vivo. Un reloj matador que nos devuelve a la realidad. La realidad de una tragedia.

Hubo de esperar a las ocho de la tarde para que entrara el féretro. A hombros de sus amigos, compañeros y de un joven Carlos Ochoa, alumno de la Escuela Taurina de Madrid, roto de dolor y sin consuelo. Rafael González, Héctor Vicente, Daniel Menes... Al borde del desmayo su padre Joaquín, su mujer Raquel, y aguantando el tipo su madre Esther. Y deshecha la hermana. Se llenó el polideportivo habilitado para despedir al torero, que apenas 24 horas antes había dejado su vida en honor al toreo. Se muere de verdad. Se sufre de verdad. «Víctor, Víctor por favor», grito desgarrado del abuelo. Descubierto el féretro, abiertas en canal las heridas de los seres queridos. Difícil desafío a la ley de la naturaleza: abuelos, padres, hijos...

Lo dice todo la cara de los matadores, de ese Alberto Aguilar que toreó el mismo día fatídico en la plaza de Pamplona. Casi a la misma hora fatídica en la que Alberto lidiaba al último toro en San Fermín, recorrió como la pólvora la noticia. «Me lo dijeron en el ascensor del hotel, no me lo podía creer, me quité la chaquetilla y en la habitación me tuve que sentar. Esto es un palo muy duro, es un golpe de realidad. El toro mata», mantiene Alberto. A su lado ha llegado también Sergio Aguilar, menguan las palabras, se cierran ante la brutalidad del acontecimiento. No faltaron Ortega Cano, David Mora, Gonzalo Caballero, Jiménez Fortes, Fernando Robleño, Joselito y Luis David Adame y Esaú Fernández, entre otros. Y por último, la imagen, el torero, sus 29 años y un adiós tremebundo. Y entonces vino esa sangría imparable de dolor. La pérdida. El marido, hijo, nieto, amigo... El hombre. De la cabeza a los pies. Un precio carísimo para pasar a la posteridad.