Coronavirus

El (des)orden internacional tras el Covid-19

Por Rafael Calduch Cervera , catedrático de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid

U.S. President Trump leads the daily coronavirus response briefing at the White House in Washington
Donald Trump en una rueda de prensa para informar de la evolución de la pandemiaJOSHUA ROBERTSReuters

Cuando todavía el mundo está asistiendo a la expansión del Covid-19, sin un horizonte claro e inmediato de superación, surgen ya importantes interrogantes sobre el escenario internacional posterior a la pandemia.

Más allá de las especulaciones, más o menos argumentadas, los hechos que conocemos nos permiten realizar una serie de reflexiones sobre ese escenario futuro.

En primer lugar, el mundo sufrirá una importante recesión económica, que algunos países ya están experimentando, como consecuencia del desarrollo de la pandemia y de las medidas de confinamiento, de reducción de la demanda y de limitación de la producción, que se han adoptado para limitar la expansión infecciosa.

Esta crisis económica mundial, que probablemente será más grave que la vivida en el año 2008, se está desarrollando de forma asíncrona y desigual en su intensidad entre las distintas economías nacionales. Ello puede provocar en algunos gobiernos la tentación de aprovechar las ventajas económicas coyunturales, generando por al mismo tiempo un cierto desorden económico mundial.

No obstante, para superar la crisis económica de forma rápida y eficaz será necesaria una respuesta conjunta a nivel global, que deberá ser coordinada y liderada por las grandes potencias. Ello implica un cambio radical de mentalidad y estrategia respecto a la rivalidad que se había desencadenado entre China y Estados Unidos en vísperas de la pandemia. Si falla esta respuesta global, la ruina mundial hará palidecer los estragos del Covid-19.

La reciente experiencia de la pandemia ha demostrado que las respuestas nacionales son reactivas, insuficientes y de limitada eficacia. Cuanto más los gobiernos se aferraron a la visión nacional de la pandemia y más tardaron en dar la respuesta sanitaria estandarizada internacionalmente, mayores han sido los efectos de contagio y morbilidad tanto nacional como internacionalmente. La contundencia de los hechos ha desautorizado las narrativas negadoras de la pandemia, difundidas y defendidas con argumentos ideológicos siempre interesados.

Por tanto, es necesario extraer las lecciones aprendidas. La primera de ellas es que la cooperación internacional es inevitable porque los Estados ya resultan insuficientes. Dura lección que los defensores del Brexit están ya viviendo al tener que asumir que junto a los efectos de la pandemia, deberán salir de su recesión sin el apoyo de los fondos europeos y la cooperación de los otros 27 países miembros de la UE.

Esa cooperación deberá plasmarse en sistemas transnacionales de seguridad resiliente capaces de cumplir tres funciones básicas: prevención, reacción y recuperación. Al menos a corto plazo, no cabe esperar cambios relevantes en las estructuras de poder geopolítico y económico, pero es razonable esperar un cambio de mentalidad en las élites dirigentes de los países ante los retos transnacionales que están emergiendo en un mundo globalizado.

Además de la aludida crisis económica podemos señalar, al menos, otras tres igualmente trascendentales: los riesgos sanitarios; el deterioro del medioambiente y las amenazas cibernéticas.

El debate sobre los perjuicios a medio y largo plazo de una constante y acumulativa erosión de los ecosistemas y de la sostenibilidad medioambiental estaba en el centro del debate, hasta que la irrupción del Covid-19 demostró que los riesgos epidémicos o pandémicos podían ser tanto o más destructivos pero a muy corto plazo.

El cambio de prioridades que ha impuesto la actual pandemia, no debería distraernos de la responsabilidad de articular una respuesta global a la protección medioambiental una vez se supere la actual crisis sanitaria mundial.

Todavía conviene llamar la atención a una amenaza que no por ignorada por el debate público resulta menos destructiva. Se trata de la manipulación del ciberespacio para la delincuencia o la destrucción social. Junto a la forma más sencilla de esa amenaza, la difusión de mentiras (fake news) por las redes sociales, se producen otras formas de delincuencia mucho más sofisticadas y graves como las estafas o el reclutamiento de terroristas, a los que vienen a sumarse todas las formas de «malware» o programas informáticos maliciosos.

Actualmente el espacio cibernético se ha integrado dinámicamente con el espacio físico y con la vida cotidiana de las personas y las sociedades hasta tal punto, que no es posible una alteración del primero sin que se produzcan efectos perversos en las realidades física y social. La destrucción o parálisis de infraestructuras críticas, la alteración de los complejos sistemas de telecomunicaciones o la distorsión de las percepciones colectivas transnacionales provocando reacciones fóbicas o de pánico, constituyen amenazas reales que deben ser prevenidas y, llegado el caso, combatidas con la misma dedicación y energía que las crisis económicas o las pandemias.

En todos los casos referidos, resulta urgente e imprescindible que los gobiernos y las sociedades articulen la necesaria colaboración a escala mundial. Es más, la presión social debe obligarles a superar sus visiones nacionalistas y coyunturales para asumir la voluntad política y movilizar los recursos necesarios que hagan efectiva esa cooperación global. Los riesgos y amenazas globales están ahí y si no respondemos proactivamente tendremos que asumir las consecuencias de víctimas humanas.