Alimentación
Callejón sin salida
No se esfuercen. Están acorralados y no se ve lucecilla alguna al final de este túnel cuyas paredes son tan blancas como los sudarios de los cadáveres. Disculpen la metáfora, pero no es para menos, pues nos va en ella la salud, digo, la vida. Adivinen de qué hablo. ¿Y de qué diantre voy a hablar para ponerme así de lúgubre? No es la primera vez que dedico esta columna al veneno letal cuyas huestes nos tienen rodeados y nos empujan sin prisa ni pausa al callejón sin salida de la glucemia, de la diabetes, del sobrepeso, de la obesidad y de la pérfida fuente de otras mil dolencias que socavan poco a poco el organismo y lo dejan visto para sentencia. ¿Estaré hablando del azúcar? ¡Bingo! ¡Un milhojas para el caballero! ¡Un refresco para la señorita! ¡Un huevo Kinder para el nene y la nena! Comencé diciendo que de nada sirve oponerse a un enemigo cuyo fuego de metralla procede de trescientos sesenta grados a la redonda. Verdad es que esa fuerza del mal está ya perfectamente identificada por los médicos, por los nutricionistas, por los dentistas, por las esteticistas, por las instituciones sanitarias y por el común de los mortales. Hasta los niños saben ya que el azúcar de las chucherías es dañino para la dentadura y para todo lo demás. Mi hijo de cinco años lo comenta con un deje de picardía cada vez que se lleva a la boca el caramelo que alguien le ha dado por la calle. «¿Puedo, papá?», me dice. «Sólo por esta vez», añade. Y se lo zampa antes de que yo, con una sonrisilla forzada, me avenga a ello. ¿De qué serviría prohibírselo si a la vuelta de la primera esquina, cuando ya no lo vigile, hará de su piruleta un sayo? Todo, absolutamente todo lo que ingerimos en este mundo pecador de la comida procesada, ultraprocesada, elaborada, enlatada, embotellada o simplemente envasada lleva azúcar en cantidades asombrosas. Indaguen, indaguen y llévense las manos a la cabeza, los michelines a las pupilas y las mollas a las yemas de los dedos. La industria de la alimentación, a todo esto, financia falsos estudios científicos y los propaga previo pago en los medios de información bajo el marbete engañoso de los publirreportajes, que de publi tienen todo y de reportajes nada. No se fíen de ellos ni tampoco de las etiquetas que llevan el tampón de «sin azúcares añadidos» o cosa similar. Los edulcorantes que utilizan son peores que la sustancia original. Si yo fuese ministro de Sanidad... Pero no lo soy. Allá ustedes.
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