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Odio el pop
No es malo que un movimiento artístico nunca deje de estar de moda. Lo preocupante es que, conforme pasa el tiempo, termine por convertirse en la última moda. Es el caso del Pop Art y, más concretamente, de su mayor exponente Andy Warhol. La exposición que, bajo el título El arte mecánico, ha inaugurado el CaixaForum de Madrid lo vuelve a situar en el primer plano de la actualidad y, con ello, reabre la necesidad de cuestionar los fundamentos sobre los que asienta el Pop y los efectos que su hegemonía visual tiene sobre el panorama del arte contemporáneo.
Particularmente, detesto el Pop. En cualquier museo de arte moderno y contemporáneo del mundo, las salas dedicadas a sus artistas constituyen la parte más aburrida y previsible de todo el corrido expositivo. Lo que sucede con esta “marca artística” es semejante a lo que ocurre con el Impresionismo: su presencia en la mayor parte de las instituciones artísticas internacionales responde más a una cuestión de “estatus social” que a criterios puramente artísticos. De hecho, una exposición de Pop Art o de cualquier artista impresionista no se convierte en un infalible fenómeno de masas como consecuencia de una mayor impregnación del lenguaje artístico moderno y contemporáneo en el tejido social, sino precisamente por todo lo contrario: por un efecto de reducción y, por tanto, de exclusión de todo aquello que no se acomoda a los cánones del consumo fácil y rápido.
La política programadora de muchos grandes museos y espacios de arte basada en el branding de algunos “artistas-estrella” conlleva una estrategia tramposa y, a la postre, profundamente perniciosa para los intereses de esas mismas instituciones: se acostumbra al público a no salir de una “zona de confort estética”, con la única intención de elevar lo máximo posible los balances anuales de asistencia. El problema es que la realidad de esta “trampa” muestra su cara más feroz cuando la reducida nómina de artistas se agota, y los centros de arte se enfrentan a la tesitura de cómo mantener en pie el espejismo. En lugar de educar, de ampliar los límites, se reducen, hasta el punto de que llega un momento en que casi nadie cabe dentro de ellos.
El Pop Art es un lenguaje que, en virtud de su ambigua relación con la sociedad de consumo, estaba destinado desde su origen a ser ganador. Durante décadas se ha discutido si su representación de la cultura popular sucumbía a la idolalatría o, por el contrario, daba un paso hacia atrás e interrogaba, desde una cierta distancia, algunos de sus resortes. Concedamos, en este sentido, el beneficio de la duda, y convengamos que entre el Pop y la sociedad de consumo existe una vinculación irónica. En cualquier caso, la intensidad y el grosor de esta actitud irónica resultan tan tenues que, enseguida, la máquina trituradora de las dinámicas consumistas acaba por invisibilzarla. No existe diferencia alguna entre el Pop Art y la realidad que representa. El supuesto sujeto crítico ha sido imantado por el objeto de consumo, y de su integración ha nacido el producto perfecto, seductor, irresistible al deseo.
El inflacionismo de Pop Art que se advierte en la programación de las instituciones artísticas internacionales está erosionando la capacidad crítica del espectador. Y, en relación proporcional a este deceso de su subjetividad, las tiendas de souvenirs de los museos multiplican sus ingresos de caja. Desgraciadamente, el Pop se ha convertido en el paradigma por excelencia de la muerte del arte contemporáneo como proyecto social, igualitario y capaz de empoderar al individuo. Las cientos de miles de personas que acuden a ver una exposición de Warhol jamás repetirán con una de Barbara Kruger –que también utiliza imágenes de la sociedad de consumo para articular su discurso. La “zona de confort estética” delimitada por su “arte mecánico” es como esas estancias que aparecen en muchas películas de aventuras, en las que, de repente, los muros y el techo comienzan a achicarse y, si nadie los detiene, aplastarán a quien esté dentro. Y, en el caso del arte contemporáneo, poco falta ya para que la vaciedad reinante destroce lo poco que habita dentro.
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