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Los nativos digitales no existen
Desde que Marc Prensky acuñara en 2001 el término “nativos digitales” para referirse a los jóvenes nacidos en los noventa que se acercaban sin miedo a la tecnología y como modo de diferenciarlos de los “inmigrantes digitales”, aquellos nacidos con anterioridad a dicha década y para quienes la tecnología suponía un esfuerzo de aprendizaje, solemos pensar que los jóvenes actuales vienen con la tecnología aprendida de serie y como si de algo genético se tratara. Damos por hecho que a los jóvenes y, en concreto, a nuestros hijos, no hay que enseñarles a utilizar la tecnología, dado que partimos de la falsa premisa de que no sólo ya saben utilizarla sino que probablemente la dominan con mayor destreza que nosotros mismos.
Error. Craso error. Los jóvenes no tienen un mayor conocimiento de la tecnología por el simple hecho de haber nacido con ella. O, tal y como reza el título del libro coordinado por Susana Lluna y Wicho y recientemente publicado por Ediciones Deusto, Los nativos digitales no existen. Muy al contrario, no se trata de una generación especialmente dotada de conocimientos, habilidades o intereses en lo que al uso de las llamadas «nuevas tecnologías» se refiere, y cuando manejan programas distintos a Instagram, Snapchat, YouTube u otros que utilizan para descargarse música y películas, su desconocimiento es generalmente absoluto. Más bien deberíamos hablar de huérfanos digitales con una preocupante falta de formación.
Considerar que estos jóvenes van a saber aprovechar el enorme potencial de estas tecnologías en su desarrollo como personas y en el progreso de nuestra sociedad de forma casi instintiva, sin que tengan el apoyo de la familia y sin que diseñemos y apliquemos planes educativos al respecto, resulta absurdo.
En otras palabras, los nativos digitales, más que existir, sobreviven, y nosotros como padres, políticos y educadores debemos ayudarles. Este libro, en el que colaboran expertos en la materia tales como Borja Adsuara, Anna Blázquez, Marga Cabrera, Claudia Dans, Fernando de la Rosa,Eparquio Delgado, Rebeca Díez, Juan García, Fátima García Doval, Jordi Martí, Nuria Oliver, Dolors Reig, Genís Roca, Josefina Rueda, Andy Stalman y cuyo prólogo escribe Enrique Dans, aporta una visión distinta, desmonta la absurda creencia de que el aprendizaje de la tecnología es algo innato en las nuevas generaciones y explica cómo debemos educar a nuestros hijos en un mundo digital como el nuestro.
Muchos padres esperan, equivocadamente, que sea en el colegio quien los eduque, cuando en realidad esa educación ha de tener lugar sobre todo en casa, y seguramente empezando con la adquisición de las competencias digitales necesarias por parte de la familia. Hay que acompañar a nuestros hijos en sus incursiones en Internet. Explicarles qué es, cómo funciona, qué peligros tiene. Qué hay más allá de Google o de Amazon. Y explicarles cuáles son sus derechos y deberes en la era digital. En cuanto a la escuela, en este libro encontramos capítulos que dedican especial atención a quienes se están encargando de formar, inadecuadamente en su mayoría, a estos jóvenes en un sistema educativo no siempre preparado para este desafío. Debemos, en consecuencia, idear un nuevo modelo que se pueda incorporar en una sociedad digital avanzada para responder a las nuevas y cambiantes necesidades del mercado laboral al que tendrán que adaptarse estas generaciones en el futuro.
A continuación reproducimos el prólogo a Los nativos digitales no existenescrito por Enrique Dans.
Prólogo
Si hay una cosa segura que todos aquellos que han sido padres saben perfectamente, es que los niños vienen sin manual de instrucciones. Una de las funciones más importantes de toda sociedad humana o incluso muchas animales, el preparar a la progenie para la supervivencia en el entorno, es confiada, en el caso de nuestra especie, a individuos que, en la mayor parte de los casos, tienen un nivel de experiencia bastante escaso, y que se apoyan únicamente en su intuición y en algunas claves transmitidas socialmente. De ahí que el consenso social nos lleve a delegar una parte de la educación en profesionales, en entornos que aseguren la transmisión de unos conocimientos que proporcionen una serie de bases culturales y sociales comunes que faciliten la convivencia y el funcionamiento de la sociedad como tal.
El problema, claro está, surge cuando el entorno se complica. En las sociedades humanas contemporáneas, muchas personas viven en entornos que no tienen demasiado que ver, en numerosos aspectos, con los que predominaban cuando recibieron su educación. La desactualización de muchos adultos con respecto a determinados elementos de la sociedad resulta patente, y da origen a tópicos como el de la lucha generacional. Decididamente, pocos adultos son especialmente competentes a la hora de mantenerse actualizados en el desarrollo de los elementos que definen la sociedad: la mayoría suelen, mas bien, responder a la tercera ley del escritor británico de ciencia-ficción Arthur C. Clarke, “toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”, o a aquella frase del programador norteamericano Alan Kay que afirma que “tecnología es todo aquello que no existía cuando tú naciste”.
Indudablemente, crecer en presencia de una tecnología hace que la consideremos como una parte integrante de nuestro entorno, como algo dado. Aunque no existan registros escritos de ello, cabe imaginarse que las primeras sociedades humanas que dispusieron del fuego verían un salto generacional entre aquellas personas acostumbradas a ingerir alimentos crudos o a no disponer de calor ni iluminación, y aquellas que lo conocieron como algo habitual en su vida desde la infancia. Sin duda, ingerir alimentos cocinados se convertiría en una costumbre habitual para los más jóvenes mientras era todavía algo nuevo y relativamente sorprendente para aquellos de sus mayores que no conocieron el fuego en su infancia. Sin embargo, la custodia y el manejo del fuego, según afirman los estudiosos de las culturas prehistóricas, no se entregaba a los más jóvenes, sino a miembros de la comunidad con suficiente experiencia y sentido común como para generarlo, preservarlo y hacer un buen uso de él.
Entre enero de 2013 y marzo de 2014, llevé a cabo un experimento que terminó por resultarme inquietante: de forma completamente casual, tuve la oportunidad de impartir una charla sobre el uso de la web social no a mi público habitual en la escuela de negocios en la que trabajo desde hace más de dos décadas y media, sino a alumnos de segundo año de Comunicación Publicitaria sensiblemente más jóvenes. Recuerdo aquella charla porque, contrariamente a lo que me ocurre habitualmente, me encontré especialmente incómodo y con sensación de desconexión total con la gran mayoría de los asistentes.
Se trataba de un público sensiblemente más joven que el que suelo tener habitualmente en mis clases, pero su desconocimiento de los temas tratados me resultó completamente contraintuitivo: ¿no eran estos los famosos “nativos digitales” con los que nos llevaban calentando la cabeza desde que Marc Prensky escribió su artículo “On the horizont” en el año 2001?
Intrigado, decidí incrementar mi exposición a ese rango de edades, y acudí a varias citas más, para impartir tanto un curso completo de Digital Literacy como alguna conferencia adicional sobre el uso de redes sociales. Las conclusiones fueron similares: al descender en el rango de edad, los estudiantes parecían ser no solo más ignorantes, sino incluso más escépticos, más reactivos, más descreídos con respecto a los posibles beneficios que la tecnología podía aportar. No era solo que no supieran... es que tampoco parecían querer saber.
En paralelo, la evolución de las tendencias refleja el mismo fenómeno: a medida que la web se desarrolla y ofrece cada vez más posibilidades, los jóvenes parecen abandonar muchas de las herramientas sociales y refugiarse en la simple mensajería instantánea, en una comunicación extremadamente poco sofisticada. Las promesas de una generación capaz de entender el funcionamiento de las herramientas desde todos los niveles han resultado ser completamente falsas: salvo en casos excepcionales, hablamos de una generación que se limita a utilizar aplicaciones que les vienen dadas, e incluso de usuarios simplistas, que utilizan un número muy limitado de herramientas para muy pocas funciones.
¿Programación? Buena suerte encontrando adolescentes que sepan convertir ideas en código ejecutable, porque el porcentaje con respecto a generaciones anteriores parece estar disminuyendo, no aumentando. Precisamente cuando el mercado de trabajo parece estar demandando profesionales cada vez más preparados en su capacidad de relacionarse con objetos programables o para entender los nuevos fenómenos comunicativos generados por la adopción masiva de las redes sociales, los jóvenes parecen usar sus smartphones simplemente para jugar a juegos triviales, para escribirse mensajitos, para compartir fotografías y vídeos... y para muy poco más.
El problema parece provenir, precisamente, de una cuestión de expectativas. Llevados por el irracional optimismo de creer que por nacer en un año determinado, los niños sufrían algún tipo de modificación genética que les llevaba a relacionarse mejor con la tecnología, muchos padres abandonaron su deber de educarlos. El absurdo tópico propagado por algunos irresponsables que decía aquello de “¿qué les voy a contar, si saben más que yo?” se impuso a la evidencia de que, por mucho que tecleasen rápido o entendiesen mejor algunos interfaces gracias a no tener que “desaprender” los anteriores, había una serie de carencias importantes que era preciso cubrir.
En el fondo, el entorno digital no es diferente de cualquier otro. Cuando los niños jugaban en la calle, sus padres se preocupaban, por una mera cuestión de sentido común, de explicarles adecuadamente y con insistencia todo aquello de la luz roja y la luz verde de los semáforos, que no se podía salir corriendo detrás de una pelota si esta se iba a la calzada, o que no se podían aceptar caramelos de un extraño.
En el entorno digital, sin embargo, muchos padres han actuado de manera completamente diferente: llevados a creer que sus hijos les aventajaban, decidieron hacer una auténtica cesación de responsabilidad. El resultado fue el que ahora estamos comprobando: más que tener una generación de nativosdigitales, lo que tenemos son, tristemente, huérfanos digitales, que han aprendido malamente a base de ensayo y error, y que muestran una preocupante falta de formación incluso en los niveles más básicos. El uso de filtros parentales, por ejemplo, es un caso patente y preocupante: muchos padres se limitan a instalarlos y, tras ello, a abandonar toda supervisión, aunque ello implique que cuando en otro contexto – en otro ordenador, en otro sitio – sus hijos se encuentren con aquello que el filtro supuestamente detenía, se encuentren completamente indefensos y sin preparación alguna para afrontar esos estímulos.
Resulta relativamente habitual observar el uso de la tecnología como “apaganiños”: padres que cuando sus hijos les resultan molestos en alguna situación, se limitan a poner en sus manos una consola, un smartphone o una tableta con un juego, un vídeo o algún otro tipo de entretenimiento. Y que, curiosamente, se extrañan algunos años después cuando esos niños se niegan a soltar su smartphone durante la comida o la cena, o cuando van a casa de sus abuelos, mostrando una más que preocupante e imperdonable falta de educación – habitualmente, además, ante la clara permisividad de sus obviamente irresponsables progenitores.
¿Qué absurdo concepto nos lleva a pensar que unos niños en plena fase de desarrollo de su sentido común van a ser “mágicamente” capaces de adquirir la compleja serie de valores, intereses, actitudes y aptitudes necesarias para extraer partido a una herramienta como la tecnología? ¿Por qué razón hay tantos padres que, en lugar de preocuparse por la transmisión de unos conocimientos tan importantes para el futuro desarrollo de sus hijos, optan por no formarse, por mostrarse como unos completos ignorantes carentes de criterio que no merecen respeto alguno, y por inhibirse ante el uso que sus hijos puedan hacer de herramientas tan poderosas? ¿De verdad nos extraña que esos mismos niños puedan tener problemas derivados del hecho de haber sido criados como auténticos salvajes en un aspecto tan fundamental para su desempeño social como ese?
Citando a Derek Curtis Bok, ex-presidente de la Universidad de Harvard, “si cree que la educación es cara, pruebe con la ignorancia”. Si piensa que va a educar bien a sus hijos con frases como “yo de tecnología ni idea” o “a mí es que todos esos temas se me escapan”, se equivoca. No solo se equivoca, sino que es usted un irresponsable, y está dando a sus hijos una muestra de que no pasa nada por ser educados por un completo ignorante. Un ignorante no es únicamente aquel que no ha estudiado o retenido una serie de materias, sino también, en gran medida, alguien que se niega a seguir educándose pasada una cierta edad. Y mostrarse como un ignorante ante sus hijos no es, sin duda, la mejor manera de situarse en una posición adecuada para educarlos.
Déjese de tópicos. La tecnología no es difícil, no más que muchas asignaturas a las que se ha enfrentado en su educación. Su cerebro no se ha vuelto más espeso, no se ha convertido en un incapacitado y no se trata de aprender desde cero los saberes de los sabios judíos de Amsterdam: simplemente, no le está poniendo el adecuado interés. O, como he comprobado en muchos casos, no le está poniendo ninguno. Por alguna extraña razón, algunos padres esperan que su falta de capacitación a la hora de enseñar a sus hijos algo tan importante como el uso de la tecnología sea algo que asuma su colegio o su entorno social.
No, educar a nuestros hijos no consiste en dejarlos utilizar determinadas cosas completamente por su cuenta y riesgo. Supone poner interés en que empiecen lo antes posible a interesarse por su entorno, estudiar las herramientas e informarse sobre su uso, entender las precauciones necesarias, explicarles lo que deben y no deben hacer, interesarse por las cosas que hacen, con quién se relacionan, qué les dicen, qué hacen... no es un trabajo full-time, pero casi. Nadie le dijo que fuese a ser fácil, y corresponde a muchas cosas que llevamos generaciones y generaciones haciendo. Educar sin reprimir y sin generar temores irracionales o sin fundamento, prepararlos para la vida en lugar de pretender mantenerlos en una burbuja, poner las reglas necesarias y sostenerlas sin miedo pero sin caer en rigideces absurdas, y buscar un compromiso adecuado de control que no se convierta en una vigilancia agobiante.
Si quiere respuestas concretas a preguntas concretas, en este libro encontrará muchas de ellas. No espere para dar a sus hijos un smartphone: a partir del momento en que sean capaces de no llevárselo a la boca, deben comenzar a familiarizarse con lo que será un elemento permanente en su vida y en su bolsillo. No deje de aprovechar la oportunidad para que aprendan jugando: la tecnología puede ser muy divertida, y convertir elementos como la programación o la robótica en oportunidades para jugar con sus hijos es algo maravilloso y muy recomendable. Si le parece caro, no se preocupe: la ley de Moore ha hecho que este tipo de cosas sean cada vez más baratas. Si está muy ocupado para ello, busque tiempo, sáquelo de debajo de una piedra, otórguele prioridad. No, no es fácil. Pero pocas cosas son más importantes.
Y sobre todo, déjese de tonterías. Que los niños no vengan con manual de instrucciones no es una excusa para abandonarlos a su suerte. Sus hijos le podrán parecer los más guapos y los más listos del mundo, pero no son nativosdigitales, se lo diga quien se lo diga. La tecnología no viene en los genes, y el sentido común para darle buen uso, tampoco. Usted, sin embargo, sí puede desarrollarlo: solo hace falta ponerle interés. Si ha comenzado a leer este libro, asumo que lo tiene. Para todo lo demás, está internet.
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