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Mervyn King y el futuro del capitalismo

Mervyn King y el futuro del capitalismo
Mervyn King y el futuro del capitalismolarazon

En los últimos veinte años el mundo desarrollado ha vivido un crecimiento y estabilidad sin precedentes y, tras ello, la peor crisis financiera en décadas. Mervyn King, gobernador del Banco de Inglaterra entre 2003 y 2013 y uno de los principales actores de este drama, aboga en su recientemente publicado El fin de la alquimia por dejar de lado los indicios y centrarnos en las causas reales que provocaron el desastre.

Asimismo, y con el objetivo de evitar una hecatombe parecida, Mervyn King analiza los fallos y los frenos del capitalismo moderno, tratando al tiempo de proponer soluciones que nos permitan subsanar las deficiencias actuales. A su juicio, el incremento del endeudamiento, la quiebra de los bancos y la subsiguiente gran recesión son manifestaciones de problemas mucho más profundos de nuestro sistema económico y financiero. Y, si no analizamos pormenorizadamente las causas, nunca entenderemos qué falló realmente y menos aún podremos evitar que vuelva a ocurrir.

La edición inglesa de El fin de la alquimia, publicada a principios de este 2016, ha generado el debate que el autor quería despertar y ha recibido elogios de los grandes economistas mundiales, así como palabras de apoyo de personas tales como Henry Kissinger -“Debería ser de lectura obligatoria”-, Alan Greesnpan -“Este libro altamente provocativo es una lectura indispensable”- o Lawrence H. Summers -“Puede que King haya escrito el libro más importante sobre la crisis financiera”-.

La edición española, publicada en septiembre de 2016, incorpora dos aportaciones de lujo: un prólogo del economista Lorenzo Bernaldo de Quirós, en el que se disecciona la propuesta de King, y un epílogo del consultor Luis Torras, en el que se analiza el texto de King comparativamente con los escritos de otros protagonistas de la crisis, tales como Ben Bernanke, Hank Paulson y Tim Gaithner. A continuación reproducimos prólogo y epílogo.

Prólogo de Lorenzo Bernaldo de Quirós

Después de todas las grandes crisis económico-financieras se produce una efervescencia intelectual con la intención de explicar tres «pes»: qué pasó, por qué pasó y qué ha de hacerse para que no vuelva a pasar. En este contexto, los principales actores del drama tiran de pluma para justificar sus actuaciones en los momentos críticos y, casi siempre, para explicar como «salvaron al mundo» del apocalipsis. Mervyn King, gobernador del Banco de Inglaterra entre 2003 y 2013, no ha elegido este camino. En su libro, El fin de la alquimia, huye de la anécdota para elevarse al mundo de los principios en un ejercicio de honestidad intelectual, plasmada con un estilo riguroso, claro y brillante. Para el autor, la causa de la Gran Recesión no radicó en la incompetencia de los políticos o de los banqueros, aunque también hubo de eso, sino en el sistema y en las ideas sobre las que aquel se sustentaba. Sin una revisión y corrección de esos fundamentos, lord King considera inevitable un nuevo Armagedón en un tiempo no lejano.

El último capítulo del libro, «La audacia del pesimismo: el dilema del prisionero y la próxima crisis», podría haber sido perfectamente su preámbulo. En él, King ofrece una perspectiva de la actual coyuntura económica global y de su problemática. Considera que el mantenimiento de las tasas de interés en niveles tan bajos como los presentes no sirve para estimular la demanda y genera importantes desequilibrios. Estima que el euro es inviable desde una óptica económica y, sobre todo, política. Se muestra escéptico ante la evolución de la economía china..., y rechaza la tesis en boga de que los países desarrollados estén condenados a una situación de «estancamiento secular». Confía en la fuerza creadora del capitalismo competitivo, pero afirma que la recuperación de su vitalidad exige introducir reformas destinadas a elevar la productividad, restaurar los equilibrios macroeconómicos y reformar nuestros sistemas monetarios y bancarios. Este último punto constituye la esencia de su libro.

Para el autor de El fin de la alquimia, el talón de Aquiles del capitalismo moderno es el modelo monetario y bancario imperante. El núcleo central de su análisis trata de demostrar esta tesis y plantea una alternativa para corregir esas deficiencias sin perder los beneficios que el dinero y la banca proporcionan a las economías de mercado. Pero, antes de embarcarse en esa tarea, King realiza una reflexión previa. Articula su visión general de la economía alrededor de un fenómeno para él clave, la presencia de una «radical incertidumbre». Cómo lidiar con ella, esto es, con la incapacidad de los individuos de concebir lo que nos depara el mañana, es el principal desafío del capitalismo. El no incorporar este «hecho de la naturaleza» a la teoría económica moderna es uno de los factores explicativos de los errores de juicio que llevaron a la crisis y del fracaso de las políticas aplicadas para superarla.

Esa crítica no es novedosa. La hipótesis de la «radical incertidumbre» tiene un evidente aroma keynesiano, el de los «animal spirits», y guarda una estrecha correlación con las principales proposiciones de la denominada behavioral economic (economía conductual o, mejor, psicológica). En sus versiones radicales o moderadas, ambas impugnan o cuestionan la racionalidad de los individuos a la hora de adoptar decisiones económicas. La gente propende a tomar el statu quo como algo fijo e inmutable, sin contemplar otras posibilidades, otros cursos de acción más beneficiosos para ella. Ello se debe a una variedad de errores cognitivos que, en numerosas ocasiones, la llevaría a actuar de una manera inconsistente con sus propios intereses. Así pues, la hipótesis de un homo economicus, maximizador en todo momento de su función de utilidad, el dibujado en los modelos de competencia pura y perfecta de la teoría del equilibrio general, es una utopía que impregna y contamina la ciencia económica dominante. Este enfoque resulta simplificador en exceso y necesita ser matizado.

En un ensayo de 1953, Milton Friedman señaló que, si bien la gente no resuelve los complejos problemas neoclásicos de optimización en su vida cotidiana, se comporta como si lo hiciese. Con la información a su disposición, tiende a tomar decisiones racionales gracias a una combinación de experiencia y de atajos cognitivos, o, en términos hayekianos, de razón, de instinto y de tradición. A través de un proceso de ensayo y error, seres humanos imperfectos aprenden y generan resultados que no son perfectos, pero su cercanía a la racionalidad es superior a la proporcionada por sus alternativas. King parece olvidar que el proceso competitivo no se sustenta en la omnisciencia de quienes operan en él, sino en todo lo contrario, en la inexorable limitación del conocimiento humano. La cooperación voluntaria de millones de personas en el mercado permite acumular y procesar, a través de las señales lanzadas por los precios, un volumen de información superior al disponible por cualquier agente económico y por cualquier otro sistema. Ello, junto a un marco institucional adecuado, es el medio para reducir la radical incertidumbre que tanto preocupa a lord King.

Dicho esto, la aceptación de la irracionalidad del comportamiento individual y de sus negativas consecuencias económicas en sus versiones suaves o duras, plantea una pregunta: ¿quién ha de corregir esa falla? La respuesta keynesiana y la de los paladines de la economía conductual asignan esa tarea a la esfera pública, esto es, a los políticos y a los burócratas. Esto supone asumir que este colectivo no exhibe los mismos «defectos» que el resto de los mortales, una presunción excesiva y refutada por la realidad. Ni la teoría ni la evidencia empírica proporcionan base alguna para determinar a priori cuáles son los verdaderos intereses de los individuos, ocultos, según parece, bajo una capa de irracionalidad que sólo el Estado y sus servidores son capaces de descubrir. Aunque no es la intención de King, su posición abre el portillo a una indiscriminada expansión de la actividad estatal en la economía.

El autor de El fin de la alquimia se lamenta, y con razón, del exceso de formalización de la economía contemporánea, transformada en una disciplina matemática y abstracta que ha fallado en predecir la crisis pasada habiendo osado profetizar el futuro. Al mismo tiempo, se lamenta de que la mayoría de los modelos macroeconómicos, incluidos los utilizados por muchos bancos centrales, dejen fuera el dinero y la banca. Para él, las separaciones entre la economía real y la monetaria y entre el corto y el largo plazo provienen de concepciones erróneas, porque la moneda no es nunca neutral. Con matices, esas dos impugnaciones no son aplicables ni a la escuela austríaca ni a la escuela de Chicago cuyos puntos en común son muchos, a pesar de que los seguidores de una y de otra ensanchan con demasiada frecuencia sus discrepancias.

En la teoría cuantitativa del dinero, el cómo penetra este en el circuito económico es una cuestión secundaria. Las variaciones monetarias alteran los saldos reales de moneda en manos del público. Los agentes responden a esta mutación a través de un «efecto Pigou», esto es, del impacto positivo o negativo sobre la demanda producido por un alza o una caída del poder adquisitivo del dinero que incrementa o reduce la riqueza de los consumidores, lo cual estimula o deprime el consumo de bienes y servicios. Para los economistas «austríacos», la forma en la que el dinero se inyecta en la economía tiene un mayor alcance. Afecta a los precios relativos y, por tanto, influye en la asignación de los recursos entre usos alternativos, lo cual determina la estructura de producción de una economía. En ambos casos, el detonante básico de los ciclos económicos es una excesiva expansión crediticia o monetaria, generadora de un boom insostenible, asentado sobre un endeudamiento creciente de las familias y de las empresas que, antes o después, está condenado a terminar en una recesión o en una depresión.

En ese marco teórico es donde la «alquimia» invocada por King cobra toda su relevancia y su potencial desestabilizador a través de un sistema bancario de reserva fraccionaria que permite una casi ilimitada creación de crédito sobre una base de capital muy pequeña. Los bancos prestan mucho más de lo que les permitirían sus reservas si sus préstamos tuviesen que estar respaldados en su totalidad por estas. Ahí está la génesis de todas las bancarrotas bancarias. Si los depositantes, correcta o incorrectamente, perciben que sus depósitos están amenazados, la demanda para retirar efectivo se dispara. Como la mayoría de los bancos tienen obligaciones a corto plazo redimibles más o menos inmediatamente, mientras sus activos son a largo plazo y, en muchas ocasiones, ilíquidos, su capacidad de hacer frente a esa exigencia es limitada, y, si sucede, van a la quiebra. En términos sencillos, esta es la esencia de todas las crisis bancarias registradas a lo largo del tiempo.

La diferencia entre el hundimiento de una entidad financiera y la de otras sociedades mercantiles es el llamado riesgo sistémico. Este es el caso cuando la caída de un banco se contagia al conjunto del mecanismo de medios de pago y conduce a su colapso y al de la economía. Como la información sobre las causas o la magnitud de un choque inicial no son discernibles, ni tampoco la vulnerabilidad ante este de otros bancos, resulta complicado valorar su impacto real. Ello produce una situación de pánico que se traduce en un incremento exponencial de la demanda de efectivo que las entidades crediticias no son capaces de atender. Para conjurar esta situación, Walter Bagehot propuso, en su célebre ensayo Lombard Street, la conversión de los bancos centrales en «prestamistas de última instancia» (PUI). Con posterioridad, la invención de los fondos de garantía de depósitos — diseñados para mitigar los incentivos a su retirada masiva— pretendió reforzar todavía más la fragilidad del régimen de «reserva fraccionaria». Sobre esos pilares se ha erigido el moderno esquema de regulación bancaria y financiera. Si el Estado opera como PUI y garante de los depósitos tiene el derecho y la obligación de regular a quienes se benefician de su protección. Por desgracia, ese mecanismo garantista es insuficiente para asegurar la estabilidad de un sistema bancario porque la reserva fraccionaria constituye una fuente de inestabilidad estructural.

King pretende evitar esa situación mediante la introducción de un novedoso sistema capaz de eliminar los problemas de liquidez bancaria y, por tanto, la probabilidad de que las instituciones crediticias caigan en una posición de insolvencia. Para evitar ese extremo, el autor quiere obligar a los bancos a asegurar su liquidez con el banco central cuando en su balance existen pasivos exigibles a corto. Aquel determina el precio de ese «seguro» al fijar los descuentos de valor que impone a los activos en posesión de esas instituciones financieras. A cambio, la autoridad monetaria les proporciona liquidez contra esos «colaterales», o activos de respaldo (garantías). El autor describe ese mecanismo como un «“empeñista” para todas las estaciones» (ETE) en clara referencia a las insuficiencias del prestamista de última instancia (PUI); a saber, su oferta de barra libre de liquidez, a un tipo de interés superior al del mercado y con la garantía de un colateral sólido no sirve para afrontar perturbaciones bancarias similares a las del período 2007-2009. La gran ventaja del esquema de King es que los bancos siempre obtienen efectivo del banco central para cubrir sus obligaciones a corto y que las condiciones para lograrla se establecen de antemano.

Al final, la intención del ETE es la misma que la del PUI: convencer a los depositantes de que una bancarrota es imposible. Esta meta es parecida a la de otras iniciativas reformistas, como las que defienden la introducción de un «sistema de reserva del ciento por ciento» o los proyectos de «banca libre», esto es, de emisión de dinero por la banca privada, o bien con reserva del ciento por ciento respaldada por oro, o bien con reserva fraccionaria también cubierta por el dorado metal (La «banca de reserva ciento por ciento» es un sistema por el cual los bancos deben mantener reservas por el ciento por ciento de los depósitos a la vista y otros pasivos exigibles de manera inmediata, de forma que, si todos los depositantes exigieran simultáneamente la retirada de esos pasivos, los bancos podría hacer frente a estas demandas en su conjunto). Pero King no se suma a esos planes. Pretende algo muy diferente: preservar la creación de dinero bancario y el monopolio emisor de los bancos centrales. Dicho esto, el plan del exgobernador del Banco de Inglaterra plantea serias objeciones.

De entrada, el ETE tiene que determinar las tasas de descuento que se aplican a los distintos activos del balance bancario. Esta decisión afecta por tanto a su precio, lo cual tiene una importancia capital desde el punto de vista de la política económica. Si el ETE se transformase en el paradigma dominante, los banqueros centrales deberían decidir qué tasa de descuento es la correcta para el valor de cada activo, misión imposible si se toma en serio el credo de la tesis de incertidumbre radical profesado por King. Encontrar cuál es el precio relativo de los activos, como el de los bienes, los servicios y los factores de producción, es la función esencial del mercado. King propone sustituirlo por un planificador central, sistema que nunca ha funcionado ni puede funcionar por los límites insuperables a la información y al conocimiento a disposición de los planificadores. Si los banqueros centrales no son capaces de resolver ese dilema, los gobernantes tampoco. En la práctica, la creación de un ETE puede convertirse en un poderoso instrumento dirigista para manipular los costes de financiación del conjunto de la economía. Esto no tiene nada que ver con la política monetaria, cuya misión es proporcionar un nivel general de precios estable y predecible. Concede a la banca central un excesivo poder, lo cual es peligroso para la estabilidad de la economía.

El proyecto de King garantiza los pasivos bancarios y, de esta manera, aumenta los incentivos para que las instituciones de crédito tomen riesgos excesivos que, a su vez, pueden crear situaciones de riesgo sistémico. Para mitigar esta amenaza se requerirá o terminará por demandarse más regulación. Ante esta amenaza, el ex máximo dirigente de la Vieja Dama argumenta que aquella es ya demasiado compleja si se tiene en cuenta la incertidumbre radical que enseñorea el mundo. Para paliar esa objeción, King sugiere sustituir el actual aparato regulatorio por unos simples requerimientos de capital. Ahora bien, la idea tradicional de imponer una ratio de capital uniforme a todos los bancos es poco efectiva para conjurar la posibilidad de su insolvencia. La razón es la ignorancia por esa regla de la diferente estructura de preferencias de los bancos individuales, lo que incentiva a que estos eludan esa restricción recurriendo al endeudamiento financiero o a embarcarse en arriesgadas operaciones crediticias.

En los años ochenta del siglo xx, Basilea I estableció unos requisitos de capital para la banca aún más sencillos que los propuestos por King. El Banco de Pagos Internacionales (BPI) llegó a la conclusión de que no funcionaban. Los bancos sacaban activos fuera de sus balances mientras mantenían el riesgo económico dentro de ellos, tradicional ejemplo de arbitraje regulatorio. Ante ese fiasco se pasó a Basilea II, y, en estos momentos, está en marcha Basilea III. Existen grandes probabilidades de que esta última iniciativa fracase como lo hicieron las anteriores. Existe un permanente e insoluble conflicto entre los reguladores y los supervisores que imponen crecientes restricciones a la industria bancaria y los regulados que buscan y encuentran innovaciones para sortearlas. Esta estrategia se ve favorecida por los adelantos tecnológicos y por la interconexión global entre las entidades crediticias. A pesar de la creencia popular, la banca ha sido y es un sector altamente regulado. Esto no ha servido para evitar crisis sistémicas, y lord King quiere prevenirlas mediante la concesión de mayores responsabilidades a los banqueros centrales.

El fin de la alquimia es un libro fascinante, profundo, provocador e inusual en alguien, como lord King, que ha estado en el centro de la mayor tormenta financiera experimentada por el mundo desde la Gran Depresión y que durante toda su carrera ha ocupado puestos relevantes en el corazón del sistema de regulación y supervisión bancaria. En su texto nos ha ahorrado una letanía de autoexculpaciones típica de otros banqueros centrales y gobernantes, lo que constituye una muestra de humildad intelectual y de autocrítica propias de un caballero británico.

Epílogo de Luis Torras

La gran virtud de este libro, del que tengo el honor de escribir unas breves líneas a modo de epílogo, es que se trata de un libro sobre ideas. El texto no es una crónica de cómo el autor contribuyó a salvar el mundo —como suele suceder en las obras de este perfil—, sino que es una reflexión profunda, enriquecida con su dilatada y rica experiencia, sobre las causas últimas de la grave crisis financiera que tan importantes cambios y consecuencias han supuesto en el escenario económico global. De hecho, no se trata de un libro sobre la crisis propiamente dicha, sino de una obra sobre la banca y el dinero que se sirve de la crisis como hilo conductor. A diferencia de otras obras del mismo género, Mervyn King realiza un esfuerzo por profundizar en las causas últimas de la patología bancaria superando la tentación de meramente realizar un análisis epidérmico de los síntomas, como ha sido la tónica en otros libros (con las excepciones de rigor que se quieran poner). En este sentido, el autor no rehúye el planteamiento de ninguna de las cuestiones que resultan claves para dar con las causas últimas, de los porqués del comportamiento disfuncional generalizado por parte del sistema financiero que desembocó en la grave crisis de 2008.

El tono ligeramente disonante del que fuese gobernador del Banco de Inglaterra entre 2003 y 2013 sirve para evidenciar algunas de las diferencias con respecto al diagnóstico que ha dominado la corriente mayoritaria, siendo este más completo y amplio a la hora de abordar las diferentes cuestiones. A día de hoy, seguimos sin contar con un consenso claro y mayoritario sobre cuáles fueron las causas de la última crisis. King, por ejemplo, se desmarca de las tesis defendidas por otros protagonistas preeminentes de la crisis que se han lanzado a escribir su visión con respecto a la crisis, como Ben Bernanke, o también Hank Paulson y Tim Gaithner, y lo hace al remarcar en su análisis la importancia de los propios bancos centrales, así como de otros elementos de la arquitectura del sistema financiero. Así, entre las causas fundamentales de la crisis, señala la de alimentar la «búsqueda desaforada de retorno» a toda costa por parte de las entidades financieras a fin de compensar de este modo las caídas en la rentabilidad derivadas de las políticas de crédito artificialmente barato por parte de los mismos bancos centrales. Fueron estas políticas, señala el autor, las que en última instancia favorecieron un escenario de exagerada confianza generalizada en los mercados, lo cual dio lugar, entre otras cosas, a un crecimiento desaforado de los balances y a una acumulación excesiva de riesgos en el sistema. El autor de El fin de la alquimia señala acertadamente cómo este comportamiento hunde sus raíces en la asimetría entre ganancias y pérdidas con la que operan los bancos, y en que, de haber pérdidas, estas están cubiertas en última instancia y de forma tácita por el contribuyente. Todo esto deriva en un perverso sistema de incentivos que favorece un comportamiento disfuncional en las entidades. Y estos incentivos y asimetrías, como advierte el autor, aún siguen vigentes, y no han sido corregidos, lo cual no hace descartable que el conjunto del sistema financiero no vuelva a ser foco de problemas e inestabilidad en un futuro.

La gran conclusión de este libro, que quién esto escribe comparte plenamente, es que, en última instancia, la crisis económica ha sido consecuencia de una falla de ideas, de una equivocada comprensión de cómo funciona la economía realmente. Por eso, no es de extrañar que la crisis financiera haya reavivado, más mucho que poco, el debate intelectual con respecto a la propia ciencia económica. Se trata de un debate demasiadas veces encorsetado y restringido al terreno de juego que establece el sanedrín académico neoclásico, sobre todo por lo que respecta a las grandes tribunas de pensamiento y al grueso de los responsables políticos. Suelen ser únicamente unas pocas voces sueltas, ajenas a las círculos de poder académico y a los altos cargos, las que, como versos sueltos, cuestionan los dogmas, siendo de inmediato categorizadas como heterodoxas por ello. Es bueno entender esto para poner en valor este tono disonante de King, un peso pesado dentro del establishment financiero y académico mundial, que pone una interesante nota de color al demasiadas veces monocromo debate académico de la mainstream, en el que las diferencias son siempre de matiz, nunca de grado. Resulta meritorio, por ejemplo, que King aborde con claridad el tema, por otro lado crítico y fundamental, de la protección de los depósitos, o bien la cuestión del mismo sistema de reserva fraccionada, elementos ausentes en la ecuación de análisis para el grueso de los economistas y que, sin embargo, resultan piezas imprescindibles si queremos realmente alumbrar un sistema bancario y monetario que favorezca un comportamiento racional por parte de los bancos y permita a las economías crecer de forma sostenible y no de forma burbujeante como hasta ahora.

Se trata de un mensaje con toques contrarian, o inconformistas, del cual tuvimos algunas muestras en ciertas voces en los compases iniciales de la crisis; pero, poco a poco, estas voces fueron quedando ahogadas por lo que fue configurando la sabiduría convencional con respecto a la crisis económica. Ahí esta la hemeroteca para quién quiera consultar las voces que alertaron de algunos elementos equivocados en el diagnóstico que hizo Washington en los inicios de la crisis, como Jean-Claude Tritchet, muy escéptico con respecto al diagnóstico de la situación de 2009 elaborado por la Reserva Federal, que dio pie a los programas de compra de bonos que ahora tantas dudas despiertan entre amplias capas de analistas e inversores; o Wolfgang Schäuble, el actual ministro de Finanzas alemán; o Axel Webber, antiguo gobernador del Bundesbank. Pese a todo, las tesis de Bernanke y compañía, que podemos resumir como «crisis de liquidez, cíclica, debida a fallos de mercado por falta de regulación», se acabaron imponiendo a la visión más europea de la misma: «Crisis de solvencia, estructural, cuyo origen se sitúa en las políticas de dinero fácil por parte de los bancos centrales que alimentaron la burbuja especulativa y el crecimiento de la deuda». Al final, con matices, Europa ha ido siguiendo el plan anticrisis diseñado por Washington. El libro de King, aunque por momentos ecléctico y en el cual el autor navega con mucha habilidad por ambas orillas, pone en valor muchos de los aspectos que configuraron en un inicio lo fundamental del diagnóstico europeo al proporcionar una visión crítica de la salida en falso que ha supuesto, en muchos aspectos, el grueso de las medidas monetarias ultraexpansivas adoptadas hasta ahora.

En la base de esta divergencia de visiones subyacen distintas maneras de entender como funciona la economía: una más matemática, optimizadora y equilibrista; la otra más humanista, dinámica y articulada alrededor de la acción humana. Ideas falsas dan lugar a diagnósticos equivocados, y estos, a políticas económicas que, lejos de arreglar los problemas de raíz, meramente alivian síntomas generando nuevas distorsiones y nuevos problemas (sin solucionar los viejos), y que, en el mejor de los casos, únicamente generan una prosperidad ilusoria consolidando este escenario de economía burbujeante y de expectativas limitadas al que parece que poco a poco nos hemos ido resignando. El debate sobre el método, es decir de que manera verificamos teorías y extraemos conclusiones, no es nuevo: David Hume ya planteo de forma célebre el problema de inducción a mediados del siglo XVIII, que luego fue reformulado por Popper en el siglo xx, y sofisticado de nuevo por Nassim Taleb en el siglo XXI. La crisis ha subrayado la importancia del mismo, ya que, en buena medida, de ello depende que sepamos dar con un diagnóstico acertado y con remedios acordes a los males que lastran la confianza y limitan el crecimiento.

Con independencia de las discrepancias que inevitablemente podrán suscitar a ciertos lectores algunos de los postulados de King, como le ha sucedido al lector que esto escribe —bienvenidos sean los discrepantes si vienen con argumentos—, el libro constituye una contribución de primer orden y de gran valor a la espinosa y difícil cuestión de cómo ordenar la banca y el sistema monetario en el siglo XXI.