Libros

Libros

No es el “Big Data”, es el “Small Data”

No es el “Big Data”, es el “Small Data”
No es el “Big Data”, es el “Small Data”larazon

En un mundo obsesionado por crear nuevas tendencias, el gurú del comportamiento neurológico del consumidor Martin Lindstrom ha desarrollado un método para conseguir lo que toda empresa desea: entender los deseos más profundos de sus clientes y convertirlos en productos, marcas o negocios innovadores. Y, para ello, Lindstrom se basa en el “small data”, es decir, en aquellos detalles casi imperceptibles que son los que a la postre nos advierten de las grandes tendencias.

Contratado por las principales multinacionales del mundo, Lindstrom pasa trescientas noches al año fuera de casa observando a los consumidores en sus propios hogares. Y es que, como si de un Sherlock Holmes moderno se tratase, metido en sus dormitorios y rebuscando en sus neveras, Linstrom va acumulando pequeños datos acerca del día a día de sus anfitriones.

Una observación que casi siempre le lleva a descubrir un deseo no servido o no identificado que acaba formando los cimientos de algo nuevo. Porque, como él mismo asegura, el deseo se manifiesta de una forma u otra cientos de veces al día con incontables caras y apariencias.

En Small Data, el libro en el que Lindstrom nos explica cómo advertir pequeñas pistas que nos anuncian grandes tendencias, combina la literatura de viajes con la psicología forense y las historias detectivescas y nos lleva de excursión a países como Suiza, donde un osito de peluche en la habitación de una adolescente ayudó a uno de los mayores distribuidores de moda en Europa a revolucionar mil tiendas repartidas entre veinte países. Pasamos también por Dubai, donde un brazalete de perlas supuso para Jenny Craig, compañía estadounidense especializada en nutrición, aumentar la lealtad de su clientela en un 159% en menos de un año. En China, el aspecto del salpicadero de un coche condujo al diseño de la aspiradora Roomba y, en Alemania, una vieja zapatilla de deporte descubierta en casa de un niño de once años fue el desencadenante del exitoso cambio de estrategia de la marca LEGO.

Veamos con detalle el caso de LEGO: en 2003 la facturación de LEGO cayó un 30% con respecto año anterior y, en 2004, se dejó otro 10%. Los directivos de la empresa pidieron los correspondientes informes a sus consultores, informes que mostraron que los nacidos en la era digital cada vez se distraían con mayor facilidad y que la necesidad generacional de gratificación instantánea era más potente que el tiempo requerido por cualquier bloque de construcción. El equipo directivo decidió que, “considerando cuán impacientes, impulsivos y nerviosos eran los miembros de la generación ‘millennial’, LEGO debía empezar a fabricar bloques más grandes para que resultara más fácil montar las construcciones”. No obstante, pronto se dieron cuenta de que esta no era la solución: fueron sus propios usuarios, los niños y adolescentes que montan sus piezas, quienes les hicieron saber que en realidad querían juegos cada vez más difíciles y que requirieran mayor esfuerzo, pues conseguían “moneda social” entre sus amigos demostrando cuanta mayor habilidad mejor. En otras palabras, cuanto más difícil fuera la construcción conseguida, más alto el reconocimiento entre amigos e iguales.

Estos son algunas de las fascinantes historias que Lindstorm nos relata en Small Data y que nos revelan resultados sorprendentes e incluso contrarios al sentido común acerca de las variantes del comportamiento del ser humano.

Martin Lindstrom trabaja como consultor para las principales multinacionales del mundo. Pionero en el campo del marketing, el branding y de la psicología de consumo, está considerado el gurú del comportamiento neurológico del consumidor. En 2009, la revista Time lo incluyó entre las 100 personas más influyentes del mundo.

Lindstrom es también autor del best-seller internacional, Buyology (Gestion 2000, 2010) y de Así se manipula al consumidor (Gestion 2000, 2011) además de otros cinco libros sobre desarrollo de marca y comportamiento del consumidor.

A continuación reproducimos la introducción de Small Data (Ediciones Deusto, 2016).

INTRODUCCIÓN

LA SOLUCIÓN A LOS PROBLEMAS DE LEGO —LO QUE PUDO SALVARLES de una potencial quiebra— estaba en un viejo par de zapatillas de deporte.

Estábamos a principios de 2003, y la empresa tenía problemas, ya que había perdido el 30 por ciento de sus ventas el año anterior. En 2004, se desvaneció otro 10 por ciento de las ventas. En palabras de Jørgen Vig Knudstorp, Consejero Delegado de LEGO, «Estamos en una plataforma en llamas, perdemos dinero con flujo de caja negativo, y ante un riesgo real de incumplimiento de la deuda que podría terminar en un despiece de la compañía».

¿Cómo había caído el fabricante danés de juguetes tanto y tan rápido?

Seguramente, el origen de los problemas de la compañía ocurrió en 1981, cuando el primer videojuego portátil, Donkey Kong, salió al mercado, inspirando un debate dentro de las páginas de la revista interna de LEGO, Klodshans, sobre lo que los así llamados «juegos de plataforma de desplazamiento lateral» significaban para el futuro de los juegos de construcción. El consenso: plataformas como Atari y Nintendo eran modas pasajeras, lo que resultó ser cierto, al menos hasta que la llegada de los videojuegos para PC lanzó su segunda y exitosa oleada.

Había empezado a asesorar a LEGO en 2004 cuando la compañía me pidió que desarrollara su estrategia global de marca. Yo no quería que la compañía se alejase de lo que había estado haciendo tan bien durante tanto tiempo, pero nadie podía negar la creciente ubicuidad de todo lo digital. Desde mediados de la década de 1990, LEGO empezó a alejarse de sus productos principales, esto es, los bloques de construcción, concentrándose en lugar de ello en su difuso imperio de parques temáticos, líneas de ropa infantil, videojuegos, libros, revistas, programas de televisión y tiendas. En algún momento durante este mismo periodo, el equipo directivo decidió que considerando cuán impacientes, impulsivos y nerviosos eran los miembros de la generación millennial, LEGO debería empezar a fabricar bloques más grandes.

Cada uno de los estudios de Big Data que LEGO encargó llegó a exactamente las mismas conclusiones: las generaciones futuras perderían el interés en LEGO. LEGO se iría por el mismo camino que las tabas, la rayuela o la gallinita ciega. Los así llamados «Nativos Digitales» —hombres y mujeres nacidos después de 1980, que llegaron a la mayoría de edad en la Era de la Información— carecían del tiempo, y de la paciencia, para jugar con LEGO, y se quedarían rápidamente sin ideas y líneas argumentales sobre las que construir. Los nativos digitales perderían su capacidad para la fantasía y la creatividad, si no la habían perdido ya, ya que los videojuegos estaban haciendo la mayor parte del trabajo por ellos. Cada estudio de LEGO mostraba que la necesidad generacional de gratificación instantánea era más potente de lo que cualquier bloque de construcción podría aspirar a superar.

A la vista de semejantes pronósticos, parecía imposible que LEGO revirtiera la situación pero, de hecho, la compañía lo logró. Vendió sus parques temáticos. Inició exitosas alianzas de marca con las franquicias de Harry Potter, La guerra de las galaxias, y Bob el constructor. Redujo el número de productos mientras que se introdujo en nuevos mercados globales infraexplotados.

Aun así, es probable que el mayor cambio en el pensamiento de LEGO vino como resultado de una visita etnográfica que hicimos a principios de 2004 a la casa de un chico de 11 años en una ciudad alemana de tamaño medio. ¿Nuestra misión? Averiguar lo que de verdad hacía que LEGO destacase. Lo que los ejecutivos averiguaron ese día fue que todo lo que pensaban saber, o lo que les habían contado, sobre los niños de finales del siglo veinte y principios del veintiuno y sus nuevos comportamientos digitales —incluyendo la necesidad de compresión del tiempo y resultados instantáneos— era erróneo.

Además de ser un aficionado a LEGO, el chico alemán de 11 años era también un apasionado del monopatín. Cuando en su momento se le preguntó cuál era la posesión de la que estaba más orgulloso, señaló a un par de zapatillas Adidas desgastadas con crestas y recovecos en uno de sus lados. Esas zapatillas de deporte eran su trofeo, dijo. Eran su medalla de oro. Eran su obra maestra. Más que eso, eran una prueba. Las mantuvo en alto para que todos los presentes en la habitación pudieran verlas y admirarlas, explicó que un lado estaba desgastado y raspado según el ángulo adecuado. Todo el aspecto de las zapatillas, y la impresión que transmitían al mundo, eran perfectos; señalaban a él, a sus amigos y al resto del mundo que él era uno de los mejores aficionados al monopatín de la ciudad.

En ese momento, todas las piezas encajaron para el equipo de LEGO. Aquellas teorías sobre la compresión del tiempo y la gratificación instantánea parecían carecer de fundamento. Inspirados por lo que les había contado un chico alemán de 11 años sobre un viejo par de Adidas, el equipo se dio cuenta de que los niños consiguen moneda social entre sus iguales jugando y logrando un alto nivel de maestría en su habilidad escogida, continuarán con ella hasta que la dominen, sin importar cuánto tiempo les lleve. Para los niños, se trataba de sacrificarse para tener algo tangible que enseñar al final; en este caso, un par de Adidas derrengadas a las que la mayoría de adultos no miraría dos veces.

Hasta entonces, la toma de decisiones en LEGO se había basado enteramente en análisis de Big Data. Pero finalmente fue una pequeña y azarosa idea —un par de zapatillas de deporte que pertenecían a un aficionado al monopatín y amante de LEGO— lo que ayudó a impulsar el cambio en la compañía. Desde ese momento, LEGO volvió a concentrarse en sus productos principales, e incluso aumentaron la apuesta. La compañía no sólo rediseñó sus bloques a su tamaño normal, empezó a añadir incluso más bloques y de menor tamaño en sus cajas. Los bloques se volvieron más detallados, los manuales de instrucciones más rigurosos, los desafíos de construcción más intensivos en trabajo. Para los usuarios, parecía que LEGO trataba sobre el emplazamiento, la provocación, la maestría, la artesanía y, no menos importante, la experiencia duramente conseguida, una conclusión que había escapado a los análisis predictivos complejos, a pesar de su notable capacidad para describir las «medias».

Diez años más tarde, durante la primera mitad de 2014, a la estela del éxito mundial de La Lego película y las ventas de productos de merchandising relacionados, las ventas de LEGO aumentaron un 11 por ciento para superar los 2.000 millones de dólares. Por primera vez en la historia, LEGO había sobrepasado a Mattel para convertirse en el mayor fabricante de juguetes del mundo.

LO CREAN O NO, casi cualquier idea con la que me encuentro como consultor global de marca sucede de esta misma manera. Podría estar desarrollando una nueva llave para los propietarios de un Porsche, diseñando una tarjeta de crédito para milmillonarios, creando una novedosa innovación para una organización de adelgazamiento, ayudando a cambiar la fortuna de una cadena de supermercados estadounidense en problemas o tratando de posicionar la industria automovilística de China para competir globalmente. Hay una cita muy conocida que dice que si quieres entender cómo viven los americanos, no vas al zoo, vas a la selva. Y eso es lo que hago. En casi cualquier instancia, después de realizar lo que yo llamo Investigación del Contexto (que ocasionalmente acorto a Contextualización), un proceso detallado que implica visitar a los consumidores en sus viviendas, reunir pequeños datos offline y online, y trabajar, o hacer pequeña minería, con estas pistas junto con otras observaciones e ideas tomadas por todo el mundo, casi siempre llega un momento en que descubro un deseo no servido o no identificado que forma los cimientos de una nueva marca, innovación de producto o negocio.

A lo largo de los últimos quince años, he entrevistado a miles de hombres, mujeres y niños en sus hogares en 77 países. Estoy en un avión, o dentro de la habitación de un hotel, trescientas noches al año. Los inconvenientes de una vida así son obvios. No hay ningún sitio al que pueda llamar hogar, es difícil mantener relaciones, y los niños y las mascotas no son una opción. Aun así, tiene sus beneficios. Entre ellos están la continua oportunidad de observar a las personas y las culturas en las que habitan desde sus perspectivas, y tratar de dar respuesta a preguntas como: ¿cómo se crean los grupos de personas? ¿Cuáles son sus principales creencias? ¿A qué aspiran y por qué? ¿Cómo crean sus vínculos sociales? ¿En qué se diferencia una cultura de otra?¿Tiene alguna de estas creencias, hábitos o rituales relevancia universal?

No son menos importantes los ejemplos de comportamientos extraños, o verdades generales, con los que me tropiezo. Tenemos miedo, por ejemplo, de dejar que otros sepan más sobre nosotros de lo que nosotros mismos sabemos, temiendo sobre todo que se caigan nuestras caretas, y perdamos el control, permitiendo que otros nos vean como realmente somos. Somos incapaces de percibir a las personas que amamos —maridos, esposas, compañeros, niños— envejeciendo físicamente de la misma forma que nos damos cuenta del envejecimiento de personas que vemos con menos frecuencia. O, todos los humanos experimentan «momentos golosina», un sistema de recompensa interna que sucede cuando estamos trabajando, leyendo, pensando o concentrados, y que reenergiza nuestras rutinas y reestimula nuestra atención. De igual forma, nos «recompensamos» a nosotros mismos después de completar un gran trabajo, al igual que la generosidad que sentimos hacia otros alrededor de las vacaciones resulta en que nos hagamos regalos a nosotros mismos. Y, en un mundo transparente y sobrepoblado en el que revelamos nuestras vidas interiores online, más que nunca los conceptos de «privacidad» y «exclusividad» se han convertido en el mayor lujo de todos.

¿Por qué la mayoría de nosotros cuando estamos al teléfono móvil andamos en círculos mientras hablamos, como si de alguna forma creásemos un foso, o un muro, de privacidad? ¿Por qué, cuando estamos hambrientos o sedientos, abrimos la puerta de la nevera, miramos de arriba abajo su contenido, cerramos la puerta y unos momentos después repetimos este mismo comportamiento? ¿Por qué cuando llegamos tarde a una cita buscamos relojes que nos den una «mejor hora», justificando por tanto nuestra tardanza? ¿Por qué en un aeropuerto o estación de trenes o concierto de rock percibimos a las personas entre la multitud como miembros promedio de «las masas», sin darnos cuenta de que están haciendo exactamente lo mismo con nosotros? ¿Por qué algunas personas obtienen sus mejores ideas en la ducha, o en presencia de agua?

Las personas que estudio y entrevisto podrían ser chicas adolescentes viviendo en una favela brasileña; banqueros de negocios en la República Checa; amas de casa en el sur de California; trabajadoras del sexo en Hungría; suegras en la India; o padres obsesionados con el deporte en Ginebra, Pekín, Kioto, Liverpool o Barcelona. Algunas veces llego tan lejos como para mudarme a las casas o apartamentos de estas personas donde, con el permiso del propietario, me comporto como si estuviera en mi casa. Las familias y yo fraternizamos, escuchamos música, vemos la televisión y hacemos nuestras comidas juntos. Durante las visitas —de nuevo, con permiso— voy a la nevera, abro los cajones del escritorio y los estantes de la cocina, escruto libros, revistas, colecciones de música y películas y las descargas de internet, inspecciono bolsos, carteras, historiales de navegación online, páginas de Facebook, timelines de Twitter, uso de emoticonos y cuentas de Instagram y Snapchat. En mi búsqueda de lo que llamo pequeños datos, casi nada es zona prohibida. He llegado tan lejos como para entrevistar a consumidores a través de mensajes de texto —un estudio muestra que la gente miente con menos frecuencia en los SMS— aunque es mucho más probable que me dedique a pillar a la gente por sorpresa inspeccionando su microondas y cubos de reciclaje de plástico y cristal.

Más intrigantes que las diferencias entre los hombres y las mujeres con las que me reúno y charlo y observo —y las variaciones de lugar, y clima, y cultura y color de piel que veo en el transcurso de mi año típico— son las características que todos compartimos. (Pienso firmemente que existen tan sólo entre 500 y 1.000 tipos distintos de seres humanos en el mundo. Yo soy uno de ellos, al igual que usted). He llegado a darme cuenta, también, de que mi capacidad para enlazar una observación aislada con otra a través de múltiples países a lo largo de la construcción o el rescate de una marca supone una especie de extraña habilidad. Al final del día, los edificios de apartamentos en el lejano oriente ruso no son en lo fundamental diferentes de las urbanizaciones cerradas de América del Sur; y debido a los climas extremos tanto de Arabia Saudí y Rusia, el comportamiento de los habitantes de Oriente Medio es en muchos aspectos idéntico al de los habitantes de Siberia. Nunca he estudiado ciencias sociales, y tampoco me he formado como psicólogo o detective, pero la gente me ha dicho que pienso y me comporto como los que tienen esas profesiones. A esa gente le decía que, en lugar de eso, me veo a mí mismo como un investigador forense de pequeños datos, o de ADN emocional —un cazador, casi, del deseo—, un hábito que desarrollé por casualidad cuando era un niño que crecía en una granja de Skive, Dinamarca, ciudad con una población de 20.505 habitantes.

CUANDO TENÍA 12 AÑOS, los doctores me diagnosticaron una infrecuente variedad inflamatoria de vasculitis. La púrpura de Henoch-Schonlein causa sangrado en los pequeños vasos sanguíneos de la piel del paciente, las articulaciones y los intestinos y puede también causar daños renales irreversibles. Me situaron en una habitación aislada de un hospital, donde durante meses fui incapaz de moverme. Aparte de unos pocos pacientes separados de mí por un par de cortinas de un azul grisáceo, y unos pocos metros de linóleo color verde oliva, estaba solo.

Me despertaba cada día sobre las 7 de la mañana. Una de las enfermeras me traía el desayuno y entonces comenzaba mi rutina diaria de vigilancia informal. Estudiaba a mis cuidadores, a los otros pacientes, a sus amigos, a otros miembros de la familia y, cuando todas esas categorías estaban agotadas, cosa que sucedía pronto, me estudiaba a mí mismo. Comencé con esta rutina como una forma de distraerme durante los extenuantes y aburridos días de mi convalecencia. Para cuando salí del hospital, unos meses más tarde, estaba convencido, con la arrogancia común de un chico de 12 años, de que entendía a los seres humanos como nadie lo había hecho nunca.

¿Qué está haciendo ahora el Paciente número 3? ¿Qué hará el Paciente número 4 dentro de quince minutos? La voz del Paciente número 5 se vuelve más ronca y enferma cuando su madre viene a visitarle, y el Paciente número 3 da la vuelta al envase de su zumo de naranja cuando se lo ha bebido, de forma invariable. Me di cuenta de cómo la enfermera siempre deslizaba nuestros portapapeles de vuelta a sus sitios, con tanto cuidado que no hacía sonido alguno, y cómo las enfermeras con portapapeles más grandes parecían darse más importancia, mientras que las que no llevaban portapapeles parecían de alguna forma más dóciles y subalternas. Hacía cientos, incluso miles, de observaciones como éstas cada día como estoy seguro que haría cualquiera que se encontrara prisionero en una habitación de hospital. Lo que la mayoría de la gente desecharía rápidamente, o encontraría irritante, u olvidaría, yo lo registraba, archivaba y analizaba.

El resto de mi estancia me distraje con una caja de LEGO que mi madre me trajo para que pasase el tiempo. En retrospectiva es gracioso cómo mi hospitalización sirvió para cultivar dos de mis pasatiempos y compulsiones favoritas, es decir, los LEGO y observar a la gente.

Cuando salí del hospital, me había vuelto bastante bueno con los LEGO, lo suficientemente bueno, de hecho, que se me metió en la cabeza construir una minirréplica de LEGOLAND en el jardín de mis padres, que llamó la atención de las oficinas centrales de LEGO, al igual que la de dos de sus abogados de patentes. ¿Cuál era la mejor forma de tratar con un niño de 12 años al que le encantaban los LEGO tanto como para construir ilegalmente un facsímil de uno de sus parques temáticos? ¡Estoy contento de poder decir que la compañía me contrató como constructor de maquetas e innovador! Pero esa es otra historia.

Lo que aprendí durante mi hospitalización fue algo más que crear estructuras bizantinas de LEGO. Me ayudó a entrenar mis ojos y mis oídos para darme cuenta, deducir, interpretar y, en última instancia, dotar de sentido al mundo adulto. El cambio de voz Pavloviano de Paciente número 5 reflejaba su necesidad de cuidado maternal. El Paciente número 3 habría hecho cualquier cosa para matar las horas que pasaba en la cama de un hospital, y una forma de hacerlo era dando la vuelta ruidosamente al envase de su zumo. La enfermera que venía por la noche parecía en gran parte indiferente a sus pacientes, pero quizás al ser tan torpe y ruidosa con las bandejas de la comida señalaba el poco reconocimiento que obtenía de sus compañeras. No importa lo insignificante que pueda parecer inicialmente, todo en la vida nos cuenta una historia.

Conforme mi hospitalización continuó, y el personal fue dejándome moverme algo más, recuerdo que observaba por las ventanas a la gente que se dirigía hacia sus coches y bicicletas y estudiaba cómo vestían, y sus zapatos o zapatillas, y cómo era su postura, y si llevaban o no joyas o relojes de muñeca, y cómo se comportaban cuando pensaban que nadie los estaba mirando; la madre joven peinándose a prisa, el ejecutivo echando mano a su talón para ajustar el tacón de su zapato, la adolescente preocupada por la música que sale de sus auriculares.

¿Cómo cambiaban los modales de las madres cuando interactuaban con otras madres? ¿Cómo calmaban a sus bebés cuando lloraban? El ejecutivo llevaba una camisa de vestir blanca con los faldones por fuera y arrugados. ¿Era el ejecutivo consciente de ello? ¿Era intencional? ¿Le estaba enseñando al mundo lo rebelde que era, o simplemente era descuidado, o se estaba saboteando a sí mismo? ¿Por qué miraba una y otra vez su reloj? ¿Esperaba que el tiempo se acelerase o se ralentizara? ¿Qué significaba la pulsera de goma que llevaba en la otra muñeca? ¿Estaba abandonando un mal hábito, o le recordaba a alguien a quien amaba?

Fue necesaria una enfermedad infantil para dotarme de una perspectiva externa sobre mí mismo y el resto de la gente, y para iniciar la transformación de la forma en que miraba al mundo. Comencé a registrar a los humanos como fascinantes y ajenos, lo cual, por supuesto, somos.

¿Sabe realmente alguno de nosotros cómo nos encuentra el resto de la gente? ¿Somos conscientes de la secuencia irregular de pequeños datos que dejamos tras nosotros cada día, los rituales, hábitos, gestos y preferencias que confluyen para exponer quiénes somos en verdad interiormente? La mayor parte del tiempo, la respuesta es No. Lo que merendamos, cómo organizamos nuestra página de Facebook, lo que tuiteamos, si masticamos chicles de canela o pastillas de nicotina, todos estos gestos ligeros pueden parecer de buenas a primeras indiscriminados, erráticos y demasiado pequeños para tener demasiada relación con nuestras identidades. Pero cuando comenzamos a ver la vida a través de la nueva y desconocida lente de los pequeños datos, también encontramos pistas reveladoras sobre las personas más cercanas a nosotros, incluidos nosotros mismos. Los pequeños datos pueden encontrarse dentro de un horno o un botiquín o en un álbum de fotos en Facebook. Podrían encontrarse en un recipiente para cepillos de dientes en Tel Aviv, o en cómo un rollo de papel higiénico presiona contra la pared de un cuarto de baño en Brasil. Pueden aparecer en la forma en que se organiza la colección de zapatos de una familia en un pasillo, o en la mezcla de letras y números que forman la contraseña del ordenador de una persona. En el transcurso de la fase de contextualización, escarbo en la basura entre tubos de pasta dentífrica estrujados, envoltorios de caramelos rotos y cupones expirados, a la busca del elemento que resuelva el puzle, u ofrezca la respuesta que necesito, incluso cuando no estoy seguro de en qué consiste el puzle, o qué es exactamente lo que estoy buscando. Un trozo solitario de pequeños datos casi nunca es suficientemente significativo para crear un caso o enunciar una hipótesis, pero mezclados con otras ideas y observaciones recogidas alrededor del mundo, los datos finalmente se unen para crear una solución que forma los cimientos de una marca o un negocio futuros.

Mis métodos pueden ser estructurados, pero también están basados en un montón de errores, y ensayo y error, e hipótesis fallidas de las que tengo que deshacerme antes de empezar de nuevo desde el principio. (Entraré en mucho más detalle sobre mi metodología 7Ces en el capítulo final). Cuando entro en el hogar de alguien, lo primero que hago es reunir tantos datos racionales y observables como puedo. Tomo notas, tomo cientos de fotos, grabo vídeo tras vídeo. El detalle, o el gesto, más pequeños pueden convertirse en la clave para descubir un deseo que hombres, mujeres y niños (y, en algunos casos, la propia cultura) no sabían que tuvieran. Busco pautas, paralelismos, correlaciones y, no menos importantes, desequilibrios y exageraciones. Típicamente me concentro en los contrastes entre el día a día de las personas y sus deseos no reconocidos o insatisfechos, evidencias que pueden encontrarse en cualquier parte desde una alfombra de oraciones en Oriente Medio orientada hacia la dirección equivocada hasta un espejo de mano astillado en el cajón de un cuarto de baño en Siberia.

Tras meses de observaciones e investigación, coloco todos mis hallazgos en un tablón de anuncios. Sirve tanto de mural como de línea temporal. ¿Qué deseos yacen en la brecha entre percepción y realidad, entre realidad y fantasía, entre las fantasías conscientes y las fantasías inconscientes de las personas? ¿Cuáles son los desequilibrios dentro de la cultura? ¿De qué hay demasiado, o demasiado poco? ¿Qué deseos no están siendo alimentados?

Si no por otros motivos, las empresas me contratan como consultor para determinar qué es lo que realmente deseamos como humanos para que a la vez podamos averiguar maneras de proveerlo. El nombre de mi trabajo podría ser «consultor de marca», pero la mayoría de las organizaciones me contratan como sabueso itinerante cuya misión es desenterrar la más nebulosa y abstracta de las palabras: el deseo. El deseo siempre está ligado a un relato, y a un hueco que necesita llenarse: un anhelo que se inmiscuye, agita y motiva el comportamiento humano tanto consciente como inconscientemente.

EL DESEO SE MANIFIESTA DE UNA FORMA U OTRA cientos de veces al día, con incontables caras y apariencias. Puede aparecer como deseo sexual, o en nuestro apetito por la comida, o por el alcohol, o las drogas. Puede aparecer como el deseo por el dinero, o por el estatus, o por la necesidad de pertenencia a un grupo, la necesidad de mezclarse entre la muchedumbre o, alternativamente, de destacar. Puede ser el deseo de volverse uno con otra persona, o con la naturaleza, o con la música, o con lo que comúnmente se conoce como «el universo». Ansiamos la seguridad del pasado, lo cual es un deseo, y la promesa del futuro, lo cual es otro deseo. Con el fin de «volvernos» más deseables para otros, compramos nuevas ropas, cepillamos nuestros dientes, nos aplicamos crema facial, nos afeitamos, compramos un nuevo par de gafas. (Al mismo tiempo, como un amigo una vez observó, «La cosa más difícil es mirarse en el espejo y describirse a uno mismo»).

Ni que decir tiene que el deseo es esquivo. Tiene el hábito de desaparecer cuando piensas que lo has capturado, sólo para aparecer unos pocos segundos más tarde. A lo largo del mundo, cada cultura tiene sus propios corredores para el deseo y la evasión. Los brasileños van a la playa, como hacen los nativos de Sydney y Los Ángeles. Los estadounidenses, los habitantes de Oriente Medio y los indios van al cine, o a los centros comerciales; los ingleses se reúnen en los partidos de fútbol, y en los pubs. Si usted vive en Arabia Saudí, la evasión puede implicar un viaje a Omán. Si usted vive en Omán, puede que sea un viaje a Dubái. Para un nativo de Dubái, la evasión significa Londres. Para un londinense, la evasión implica la costa de Andalucía o el sur de Francia, o California, o Florida. Deseamos cualquier cosa —el lugar, la persona, la cosa, el periodo de nuestras vidas— que estamos convencidos de que nos falta.

El trabajo que hago es una versión acelerada de la antropología etnográfica, o participativa, siendo la diferencia que en lugar de pasar años en un lugar observando a una tribu de personas, paso semanas y en ocasiones meses en otro país. Como cualquier antropólogo —si se me puede llamar así— me veo a mí mismo como un amalgamador y observador neutral que une los trozos de pequeños datos, creando un mosaico del que intento extraer un hilo argumental razonable. Y como la etnografía, mi trabajo en verdad nunca acaba. Comienzo y termino mis días a ciegas. Confío en percepciones aleatorias y revelaciones casuales. Los países cambian, después de todo, y así lo hacen las mezclas culturales y políticas de esos países. La tecnología hace que cambiemos quiénes somos como humanos, lo cual hace que nos adaptemos y evolucionemos en consecuencia.

A lo largo de los años, algunas personas se han preguntado cómo un «extranjero» nacido en Dinamarca como yo es capaz de viajar de un país a otro en un intento de traer a la luz el deseo en zonas del mundo que no conoce bien. ¿Tiene algún sentido traer a un extraño, se preguntan, especialmente uno que está ahí sólo un corto periodo de tiempo? ¿No sería un francés mejor juez de la cultura parisina, o no estaría un australiano más en la onda con lo que está pasando en Nueva Gales del Sur y Queensland? ¿Por qué no contratar una firma de consultoría japonesa en Japón, una consultora de marca rusa en Rusia o una agencia americana en los Estados Unidos?

Lo cierto es que, casi puedo garantizarle que un equipo local se perdería algo. El antropólogo americano de origen alemán Franz Boas es responsable de acuñar la palabra Kulturbrille o «gafas de la cultura», un término que se refiere a las «lentes» a través de las que vemos nuestros propios países. Nuestra Kulturbrille nos permite dotar de sentido a la cultura en la que habitamos, pero estas mismas gafas pueden cegarnos hacia otras cosas que los de fuera perciben inmediatamente. En Japón, por ejemplo, la cocina y el lavadero son las únicas dos zonas de la casa en las que sólo se «permite» la entrada a mujeres japonesas casadas. Esto no es una ley formal, sino una costumbre tácita.

¿Cómo puede, entonces, una compañía japonesa o multinacional enfocar la venta de artículos para mujeres en una nación en la que tres cuartas partes de los varones hacen las compras para sus familias, y es improbable que conozcan los artículos de hogar para el día a día que puedan necesitar sus familias? La mayoría de los comercializadores japoneses carecen de la perspectiva o de la distancia para darse cuenta de esto. Hace unos años, en Copenhague, fui a darme un paseo con un experto en distribución que viaja tanto como yo. «No existe estructura en la manera de andar de los daneses» dijo en un momento. «Caminan por todas partes». Tenía razón. Crecí en Dinamarca, pero nunca me había dado cuenta de esto antes.

Hay una familia de insectos de agua dulce conocidos como Gerridae —y comúnmente como zancudos o bichos de agua— que flotan grácilmente sobre la superficie de lagos y estanques. Me veo a mí mismo como el equivalente empresarial de un zancudo. Me doy cuenta, también, que es tanto una vulnerabilidad como una fuerza adentrarse en un país sin ninguna idea fija. Cualquier externo corre el riesgo de hacer generalizaciones o extraer conclusiones que pueden ser incompletas, o ingenuas, pero siempre he confiado en mis instintos. ¿Y qué son los instintos sino experiencias y observaciones acumuladas a lo largo del tiempo que permiten a una persona llegar a conclusiones rápidas sin saber precisamente cómo?

La observación en persona y la preocupación con los pequeños datos, es lo que distingue mi actividad dentro de un mundo preocupado con los grandes datos. La mayor parte de nosotros juzga prácticamente todo en segundos, o minutos a lo sumo. Nos hemos vuelto buscadores espontáneos y respondedores instantáneos. Conforme más servicios y productos han migrado al universo online, y la tecnología nos ayuda a comprender el comportamiento humano en tiempo real a nivel de detalle, mucha gente ha llegado a creer que las observaciones y las interacciones humanas son anticuadas e incluso irrelevantes. No podría estar más en desacuerdo. Una fuente que trabaja en Google una vez me confesó que a pesar de que existen 3.000 millones de internautas, y a pesar del 70 por ciento de compradores online que visitan Facebook a diario, y de las 300 horas de vídeos que se suben a YouTube (que es una filial de Google) cada minuto, y el hecho de que el 90 por ciento de todos los datos del mundo han sido generados en los últimos dos años; Google en última instancia tiene sólo información limitada sobre los consumidores. Si, los motores de búsqueda pueden detectar correlaciones inusuales (que no significan causalidades). Con una precisión del 70 por ciento, mi fuente me dice, el software puede evaluar cómo se siente la gente en función de cómo teclean, y del número de errores tipográficos que comete. Con una precisión del 79 por ciento, el software puede determinar la calificación crediticia de un usuario basándose en el grado en que escribe TODO EN MAYÚSCULAS. Pero incluso con todas estas estadísticas, Google no ha tenido más remedio que reconocer que no sabe casi nada sobre los humanos y lo que en verdad nos motiva, y actualmente está contratando consultores para hacer lo que los investigadores de pequeños datos han estado haciendo durante décadas. Como me dijo un analista en una ocasión, «Teniendo en cuenta que el equipo directivo no sabe qué hacer con el Big Data, todo el mundo está a la búsqueda del pos-Big Data, y la respuesta son los pequeños datos».

Millward Brown Vermeer inició recientemente Marketing2020, uno de los estudios más exhaustivos sobre liderazgo en marketing que jamás se han lanzado, que incluía entrevistas en profundidad con más de 350 consejeros delegados, directores de marketing y jefes de agencias publicitarias. No es una sorpresa que los autores Marc de Swaan Arons, Frank van den Driest y Keith Weed hallaran que el marketing de muchas organizaciones ha perdido el rumbo. En un artículo publicado en la Harvard Business Review, los autores concluyeron que si los datos y las analíticas entran en la categoría de «Pensar», y el desarrollo de contenido, diseño y producción entran en la categoría de «Hacer», entonces los comercializadores que se concentran en la implicación y la interacción de los consumidores pertenecen a la categoría de «Sentir». Las tres funciones son esenciales, afirman. En pocas palabras, la integración de datos online y offline —es decir, el matrimonio de los grandes datos con los pequeños datos— es un ingrediente crucial de la supervivencia y el éxito en el mercado en el siglo veintiuno.

Lo cual es comprensible. Vivimos en una era en la que nuestros comportamientos y comunicaciones online están atormentados por el contexto y la ofuscación. La palabra alemana maskenfreiheit puede traducirse como «la libertad que confieren las máscaras», y cualquiera que haya pasado un tiempo online sabe que la capacidad de adaptar nuestras identidades digitales, y nuestro anonimato online ocasional, crean personajes que casi no se corresponden con quienes realmente somos, y las vidas que en realidad vivimos, cuando estamos offline. Podría decirse que gracias a la tecnología, todos somos al menos dos personas, con al menos dos residencias: una hecha de ladrillos y mortero y otra en la web. Algunas veces se solapan, pero con frecuencia no. Tampoco puede decirse que seamos más «nosotros mismos» cuando navegamos por internet de forma anónima. Sin nombre, ni cara, ni identidad, nos convertimos en versiones primitivas de nosotros mismos, un fenómeno que algunos expertos atribuyen a una falta de empatía que proviene de comunicarse de ordenador portátil a ordenador portátil, y eso también es familiar a cualquiera que haya hecho una peineta a un peatón, o a otro conductor. La empatía, señalaba el año pasado The New York Times, se aprende de formas. La primera es cuando experimentamos algo doloroso nosotros mismos. La otra es «viendo, escuchando o incluso oliendo cómo nuestras acciones han provocado daños a un tercero; algo que no está al alcance de aquellos tras una pantalla y un teclado». (O, en este sentido, detrás de un volante). Ésta es la paradoja del comportamiento online. No somos nunca nosotros mismos en las redes sociales, y cuando nos comunicamos anónimamente, el resultado carece de cualquier contexto que nuestras vidas offline pudieran ofrecer y enriquecer. Online, lo que dejamos tras nosotros es en gran parte pensado y estratégico, mientras que los interiores de nuestras neveras y los cajones de nuestros armarios no lo son, ya que nunca se pensó en exhibirlos públicamente.

Es por esto por lo que, en mi opinión, la mejor y más cercana aproximación de quién somos como humanos proviene de mezclar nuestras identidades online y offline, y de combinar grandes datos con pequeños datos. Teniendo en cuenta que el 90 por ciento de lo que la gente transmite en una conversación son señales no verbales, nuestras identidades más verdaderas pueden encontrarse estudiando quiénes somos en nuestras vidas, culturas y países reales. Este amalgama de gestos, hábitos, filias, fobias, dudas, pautas del habla, decoraciones, contraseñas, tuits, actualizaciones de estado y más es lo que yo llamo pequeños datos.

En las páginas que siguen, te invito a volar alrededor del mundo conmigo, reuniendo pequeños datos mientras desentrañamos deseos culturales necesarios para resolver puzles no menos desafiantes, y normalmente mucho menos directos, que el ejemplo de LEGO. En la era de la información en la que la mayor parte de nosotros pasa todo el día con nuestros ojos pendientes de las pantallas, mi esperanza es que este libro te inspire para volverte incluso más consciente de lo que ya eres tanto de las claves a tu alrededor como de las semejanzas que existen entre todos nosotros. La misión de cada responsable de marca no es en verdad diferente de la de cualquiera que esté vivo, que es evitar lo que el mitólogo y escritor Joseph Campbell una vez describió como la mayor transgresión humana: es decir, el pecado de la inadvertencia: de no estar alerta, o completamente despierto, al mundo que hay alrededor de nosotros.