Iglesia Católica

El “camino sinodal” o la vetusta tentación de una Iglesia nacional alemana

Desde el intento de eclesiásticos católicos liberales como Ignaz Heinrich Wessenberg, abogando por una Iglesia nacional alemana, o la irrupción de grupos cismáticos confinados finalmente en el protestantismo, hasta la aparición del idealismo alemán que provocara el juramento antimodernista ordenado por San Pío X, la resistencia a las enseñanzas pontificias era un hecho común, cristalizando en el rechazo de la encíclica Humanae vitae, de San Pablo VI. La Declaración de Colonia, donde 163 teólogos, el 6 de enero de 1989, solicitan un debate en la Iglesia sobre nombramientos episcopales, la misión canónica de enseñanza y la competencia magisterial del Papa, produciría posteriormente el levantamiento y las iniciativas de los laicos con el “Llamado al Pueblo de Dios”, lanzado en Austria en 1995, exigiendo la igualdad entre el clero y los laicos, la participación de los fieles en el nombramiento de los obispos, la apertura del diaconado y el sacerdocio de las mujeres, la abolición del celibato sacerdotal, o la relajación de la disciplina en las cuestiones morales.

Con este legado comenzará “el camino sinodal” de la Iglesia alemana el próximo 1 de diciembre. Una investigación encargada por la Conferencia Episcopal Alemana (DBK) documentó 3677 casos de abusos sexuales cometidos por miembros de la Iglesia a menores, la mayoría de ellos varones, entre los años 1946 y 2014. Desde entonces crece la presión reformista para debatir sobre el celibato sacerdotal, la moral sexual, la distribución del poder dentro de la Iglesia y el rol de las mujeres en la institución, incluyendo a laicos en el debate.

Sínodo significa caminarjuntos, hacer camino en común, sintiendo con la Iglesia entera y no separándose de ella. El papa Francisco dijo a los católicos alemanes que "cada vez que la comunidad eclesial intentó salir sola de sus problemas confiando y focalizándose exclusivamente en sus fuerzas o en sus métodos, su inteligencia, su voluntad o prestigio, terminó por aumentar y perpetuar los males que intentaba resolver". A los fieles de Alemania se insta a que el camino sinodal se recorra en la Iglesia universal: “se trata de vivir y de sentir con la Iglesia y en la Iglesia (...) Si las Iglesias particulares se separan de la Iglesia universal, del ‘entero cuerpo eclesial’, se debilitan, marchitan y mueren”. Invocar un camino sinodal, apelar a un recorrido hacia el sínodo que no precisa la aprobación vaticana no soluciona la cuestión esencial: en asuntos que afectan a la Iglesia entera, tanto de fe como de moral, no pueden decidir los obispos alemanes, siendo necesario preservar la unidad de la doctrina en todo el mundo. El origen de cualquier camino sinodal es la reforma de una Iglesia de discípulos misioneros. Añadir a este proceso reivindicaciones históricas sacadas de contexto no favorece la naturaleza del mismo.

La autoridad vaticana ha recordado que, en realidad, la Asamblea alemana que durará dos años, y que contará con 200 miembros, tiene “poder deliberativo”, pero no vinculante: “en la Iglesia el positivismo no existe, no es posible. Lo que verdaderamente vincula a la Iglesia, a los fieles, son los sacramentos, la palabra de Cristo (...)”. El Pontificio Consejo dice que no se trata de un sínodo (un cuerpo consultivo), sino de un concilio particular que puede legislar y enseñar con autoridad sólo si cuenta con la autorización del Papa. Lo planteado por los obispos alemanes no es “eclesiológicamente válido”, buscando temas que no pueden ser objeto de deliberaciones de una Iglesia particular.

Para una Iglesia racionalista y profesionalizada, como es la Iglesia alemana, ¿qué sentido tiene la evangelización o qué valor puede otorgarse al misterio? La situación de la Iglesia católica alemana no es ajena al libre examen, al diálogo con un Comité secularizado que ocupa un puesto de poder antagónico a la Iglesia, un nuevo clericalismo que se arroga un extraño magisterio y provoca el surgimiento de un nuevo catolicismo, imponiendo sus propias reglas de juego ajenas a la “eclesiología de la comunión”.

La Iglesia alemana está impregnada de un rampante liberalismo, en su pretensión de ser un actor más de la sociedad. Echar un pulso a Roma a cuenta de los propios abusos clericales es una grave irresponsabilidad, propia de la moral liberal surgida de la ética procedimental o de la discusión, una peligrosa resistencia o aceptación a la percepción del misterio de Cristo comunicándose en su Iglesia.

El “espíritu” del “camino sinodal” pretende liquidar la autoridad de la Iglesia, usurpando las prerrogativas papales con propuestas neopositivistas alejadas de la dimensión profética del Evangelio. Los obispos alemanes quieren fijar su propia agenda, atendiendo a conflictos e intereses individuales, sirviendo a una especie de democracia liberal donde prevalece la irracionalidad de la fractura y la división, convirtiendo la Iglesia en una asociación particular que ofrece una fe acomodaticia y servil al siglo, una mera congregatio fidelium, una reunión de fieles alimentando su fe. Lejos de ser una asociación privada, como parte de un todo, la misión de la Iglesia se extiende y compromete potencialmente a todos los hombres. La Iglesia no defiende intereses particulares. Los católicos alemanes actúan como si la Iglesia fuera una asociación voluntaria de ciudadanos privados. La Iglesia es una asamblea de totalidad, del todo del pueblo de Dios.

No se puede convertir el Evangelio en un programa político, minimizando la fe y la moral para quedar asimiladas por la cultura. El proceso de aspiraciones reformistas iniciado por la Iglesia alemana, un faciendum traumático habitado por la desesperación del divide et impera que reclama una nueva estructura eclesial, constituye una estrategia obscena y degradada al despreciar el bien primordial de la unidad, un relato pragmático donde el criterio prevalente es el profesionalismo y la rentabilidad, categorías meramente individualistas y lucrativas, infectadas por el virus del poder, que buscan solucionar los problemas que ellas mismas crean. Lo decía en otros términos el cardenal Müller, exprefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: “la secularización de la Iglesia es la causa de la crisis y no su solución”.

Quiere la Iglesia alemana, en su desaforada discordia, someter a Roma, como si todo un mundo hubiese periclitado y nada con sentido tuviese ya que decir: si omnis hic mundus intereat et concidat; ensayan los obispos alemanes una nueva revelación, fruto de las ideas o del interés particular, abdicando de perseguir unos mismos fines o de creer en común, junto con los demás; predican una nueva Iglesia para un hombre nuevo, desconectado de cualquier vínculo con el Evangelio, para imponer una política amnésica de los propios males, ajena a la misión de la Iglesia; asumen un catolicismo idolátrico de cuño cultural, capaz de penetrar el pensamiento y el momento histórico, vaciando la fe religiosa. En realidad, es algo más mundano lo que les duele: “¡Señora, yo tengo dolor de muelas en el corazón!”, sentenció Heine. Mil millones de euros más recaudados a través del impuesto religioso obligatorio nos devolverían a la concordia y la unidad: Chrémata, chrémata aner!, ¡Su dinero, su dinero es el hombre!, sentencia el famoso apotegma. Alejado el clero alemán del sub specie aeternitatis, sólo queda el dinero.