Eutanasia

La eutanasia como deseo de cumpleaños

La eutanasia como deseo de cumpleaños
La eutanasia como deseo de cumpleañoslarazon

“No soy feliz. Quiero morirme”. Son palabras del científico David Goodall, que el pasado 4 de abril celebraba con su familia sus 104 años en Australia. Cuando sopló las velas pedía un deseo: morir con dignidad. Para poder cumplirlo, el miércoles 2 de mayo volaba 13.000 km. hasta Basilea, donde la ley permite en ciertas circunstancias el suicidio asistido. Goodall es miembro de Exit International, una organización que apoya la legalización de la eutanasia y cuyo fundador, Philip Nitschke, le acompañó en ese viaje final, añadiendo al catálogo de las posibilidades humanas aquella frase programática del Génesis: “Y seréis como Dios”, es decir, libres de las leyes de la naturaleza, dueños absolutos del propio destino.

Aunque no permanecen constantes las expectativas de la felicidad en la misma persona, debido a las circunstancias, la edad o la enfermedad, sorprende que hasta los 90 años Goodall todavía jugara al tenis y practicara teatro amateur con relativa facilidad, aceptando finalmente con amargura el cuidado de sus hijos antes que ir a un asilo. La obstinación que le llevó a seguir trabajando en el campus de la Universidad Edith Cowan con 102 años se convierte ahora en hybris, en soberbia por satisfacer su deseo de morir, tratando así la muerte como un hecho social con fines propagandísticos, convirtiendo lo que es un hecho natural en un acto del hombre, negando la dimensión histórica y deconstruyendo la conciencia religiosa de la muerte.

Como si la felicidad fuese el resultado de una política social, Goodall ha encontrado en el Estado la razón última que le proporcione el sentido a su calidad de vida deteriorada: “Una persona mayor como yo debe poder beneficiarse de sus plenos derechos de ciudadano, incluido el derecho al suicidio asistido”. Como si existiese algún deseo que no fuera para un bien, el longevo ecologista exige y justifica una salvación cismundana a través del principio de autonomía del sujeto, del imaginario derecho a disponer de manera absoluta de la propia vida: “todos los que lo desean deben tener derecho a una muerte digna”. Al cabo, cada uno debe tener la libertad para vivir como quiera: “si uno elige matarse, pues está bien”, dirá.

Pensar que cada cual es el mejor intérprete de lo que le conviene -como se advierte en la actitud prometeica de Goodall y aduce su propia hija psicóloga Karen Goodall-Smith, animándole a desaparecer: “las elecciones que tome le corresponden”- significa el fracaso de reconocer que el bien de la acción moral es definido en términos de preferencias individuales de las personas afectadas, una especie de utilitarismo de la preferencia, encarnado por Peter Singer, donde el principio de la mayor felicidad es el criterio para justificar la acción adecuada. La expresión “deber prima facie” está conscientemente elegida para sugerir una convicción de W. D. Ross, la certeza de que todos los deberes prima facie son anulables por otros deberes prima facie más urgentes. Dicho de otro modo: el deber de respetar la vida y aceptar la muerte de un modo natural es anulado por una arrogante ideología sin escrúpulos cuya demagogia compasiva pretende sustraerse a “la carga y la bendición de ser mortal”.

Cuando el valor objetivo de la persona desaparece al considerarla de un modo funcional, la muerte del hombre, en su valor trascendente, se adentra en la conciencia. Después viene el resto: la eutanasia, el suicidio asistido, el aborto. No es sólo ausencia de fe en Dios y en la vida eterna, sino la muerte de la ontología de la persona, el rechazo de su inviolabilidad, una falta de humildad al negarse a ver la muerte inscrita en la vida como luz que desvela las propias limitaciones del hombre, su verdad, los procesos del vivir y del morir, de la salud y de la enfermedad, como términos teleológicos que amplían el horizonte de lo meramente fáctico. En el fondo subyace una visión materialista que busca explicar al hombre en virtud de su capacidad de realizar ciertas funciones vitales, la creencia en que el hombre puede modificar el orden natural de las cosas y que, lejos de creer en la vida, se desprecia, anticipando su fin natural.

Lo decía Santo Tomás de Aquino en el tractatus de beatitudine: “quod ultima felicitas non sit in hac vita”, la felicidad última del hombre no se encuentra en esta vida. Después de proporcionarnos el inventario de las posibilidades humanas, el Aquinate llega al asombroso resultado de decirnos que ni siquiera en la Fe está la felicidad, porque todo lo que el hombre experimenta como tal se muestra quandam umbram felicitatis, una sombra de la auténtica felicidad. Santo Tomás sostiene que uno de los motivos por los que en esta existencia corpórea no puede haber ninguna felicidad perfecta es que el hombre no es capaz de un acto que permanezca sin interrupción. La felicidad pide perdurabilidad, eternidad, algo quizá de lo que el pensamiento y la vida de David Goodall estaban desprovistos en la confusión, sugerida por Gustave Thibon, de pedir a las obras del tiempo el cumplimiento de las promesas de la eternidad.