Ciencia y Tecnología
El futuro según Sheldon Cooper
por Álvaro de Diego
Europa se le quedó pequeña. Un nuevo fantasma recorre el mundo. Es el del totalitarismo sin rostro que Franklin Foer adivina a lomos de las grandes compañías tecnológicas. En Un mundo sin ideas el antiguo editor de la revista The New Republic esboza un lúgubre panorama en el que Google, Apple, Facebook y Amazon (GAFA) invierten incalculables recursos en aniquilar nuestra libertad. Incalculables por partida doble si atendemos a las descomunales dimensiones de todas sus cifras (Google deriva de googol, término con que se designa al dígito “1” seguido de cien ceros) y a la opacidad de estos paladines de la evasión fiscal globalizada. Aunque bebe del modelo contracultural hippie de los años sesenta del pasado siglo (o precisamente por causa de ello), el espíritu de comuna de Silicon Valley resulta hoy un burdo pretexto para el dominio. Como asevera Foer, “siempre ha existido una convergencia extraña y no reconocida entre el pensamiento de los soñadores tecnológicos y los codiciosos monopolistas industriales”.
El algoritmo de Facebook decide la información a la que accedemos y Mark Zuckerberg ha favorecido la automatización de nuestras elecciones cotidianas. Amazon hunde dramáticamente el valor del conocimiento, pues en la deplorable concepción de Bezos el precio de un libro responde a sus costes materiales, no a la tarea de escribirlo y editarlo. De ahí el olímpico desprecio a los derechos de autor que encolerizaría al mismísimo Thomas Jefferson. El nuevo maná de los datos facilita una deleznable carrera en la que unos pocos monetizan la privacidad del resto. La democracia tirita ante la tiranía de los “tecnólogos”. Pero también tiembla la vida misma. La arrogancia del gigante de las búsquedas estremece cuando apuesta por la Inteligencia Artificial completa. ¿Para qué destinar fondos a la investigación contra el cáncer? ¿Para qué alargar unos años las vidas de millones de personas enfermas cuando Google acabará doblando el brazo al Creador? En un espeluznante futuro, no muy lejano para Larry Page, la conciencia humana sobrevivirá en soporte informático. Los sueños -las pesadillas, más bien- de la razón habrán producido el monstruo del cíborg. El hombre dejará de ser hardware para trocarse en software. Y quien se resista -vaticina este darwinismo inmisericorde- será arrojado a las cunetas de la historia.
The Big Bang Theory es una deliciosa sitcom que sintetiza estos desafíos. La comedia televisiva con gran éxito de audiencia y crítica muestra la vida cotidiana de cuatro jóvenes científicos de Caltech (el Instituto Tecnológico de California). Sheldon Cooper, Leonard Hofstadter, Howard Wolowitz y Rajesh Koothrappali aúnan los perfiles geek y nerd, esto es, son nativos digitales con alto nivel de estudios, elevado cociente intelectual e inclinación a las aficiones tecnológicas (ordenadores, videojuegos, robótica, etc.), pero carecen de habilidades sociales. De ahí el contrapunto del personaje arquetípico de la “rubia tonta” que inicialmente encarna la vecina Penny (luego una y otros se enriquecen recíprocamente). Las virtudes de la ficción no son pocas. Visibiliza el trabajo de los científicos, ha despertado el interés por ramas complejas del saber (la matriculación en Física se disparó en California desde su emisión) y, sobre todo, plantea con sublime inteligencia tramas profundamente humanas. Si “son don Quijote y Sancho los que nos divierten, no lo que les pasa”, como apuntó Ortega y Gasset, en TBBT interesan fundamentalmente los caracteres y la orfebrería de los diálogos.
El personaje de Sheldon Cooper, un tejano de extraordinaria inteligencia abstracta, simboliza el engreimiento consustancial al aludido espíritu de Silicon Valley. No es un desprendido benefactor de la humanidad, sino un egocéntrico genio que ambiciona (y cree que algún día merecerá) el Nobel. Y exhibe constantemente y sin cortapisas su superioridad intelectual hacia sus congéneres más próximos. Lo manifiesta en su desdén hacia la enseñanza (frente a la investigación) y su desprecio, como físico teórico, a otras disciplinas, en especial las humanísticas. “Una de las ventajas de estudiar Historia”, confía a Leonard, “es que no tienes que crear cosas. Solo tienes que recordar lo que pasó y repetirlo como un loro”. Una afirmación paradójica, sin duda, en quien presume de memoria eidética.
Excéntrico y ordenado hasta el paroxismo, Sheldon presume de adolecer de sentimientos, se muestra fanático de la ciencia ficción y es incapaz de captar la ironía o el sarcasmo. Este devorador compulsivo de cómics que maneja con fluidez el klingon (el idioma de la raza del mismo nombre en Star Trek) y siente aversión a todo contacto físico, puede debatir con total seriedad sobre asuntos pueriles como la imbatibilidad de un ejército de koalas o las habilidades natatorias de un hombre-lobo. En un episodio se angustia al temer que no alcanzará la edad necesaria para transferir sus conocimientos a un robot que le perpetúe y se inclina hacia la telepresencia como elusión de la realidad. El Sheldonbot remite a la distopía “tecnóloga”.
Sheldon Cooper presenta prácticamente todas las particularidades motoras, cognitivas y relacionales del síndrome de Asperger, un trastorno de la personalidad relacionado con el autismo. Los productores de TBBT lo han negado reiteradamente (asociar humor y discapacidad resulta embarazoso). Ejemplifica, sin embargo, esa vanidad desprovista de empatía que domina a los colosos de Silicon Valley. Al menos el personaje de la serie consigue sobreponerse a sus limitaciones gracias al cariño de su frívola vecina, la esforzada intérprete de un bodrio cinematográfico titulado Simio en serie. Quizá las Humanidades que Sheldon aborrece podrían devolver la armonía al que fue valle de Santa Clara. Quitando a los técnicos de la cabeza para colocarnos a nuestra mano.
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