Elecciones en Estados Unidos
Terremotos y amarillismo
Por Álvaro de Diego
Aunque mi ánimo se eriza al recordarlo (...), comenzaré mi relato (Plinio el Joven)
No esquivado el terremoto electoral en Estados Unidos, aprovechemos para hablar de movimientos sísmicos y amarillismo. Fue macabra casualidad. El seísmo que devastó Amatrice el último verano se produjo el mismo día en que comenzó el embalsamamiento para la posteridad de las ciudades de Pompeya y Herculano. Establecer semejanzas y disimilitudes entre lo de Amatrice y los temblores geológicos de las últimas semanas con la más famosa erupción volcánica de la historia puede brindarnos algunas lecciones. Ampliemos, sin recato ninguno, la cartografía, pues existe una misma, vivaz y agazapada culebrilla apenina que de norte a sur vertebra a Italia. En ocasiones también la descoyunta, pues a la fricción transalpina de tres placas tectónicas une la amenaza de los últimos volcanes en activo del sur de Europa. Hagamos lo mismo con el calendario pues, como expresó Hegel, “los hombres no son sino los instrumentos del genio del universo”, que exige perspectiva, o sea tiempo, para ser desvelado.
Resulta muy complicado prever catástrofes de esta naturaleza. Antes del 24 de agosto del 79 d.C. el Vesubio ya había entrado en erupción, pero siglos atrás, en la Edad del Bronce. No podía conservarse memoria de ello en la Campania. Ni siquiera existía un término en latín para significar lo que entendemos hoy por “volcán”. La gran controversia que recorre hoy Italia es la calidad de las construcciones edificadas desde lo sucedido en L’Aquila en 2009. Está más que probado que en el 62 d.C. Pompeya padeció un tremendo terremoto. El infame Nerón, casado con la pompeyana Popea, experimentó sus réplicas en Roma dos años más tarde y varias sacudidas geológicas se cebaron después con la colonia en el preludio que los vulcanólogos fijan para una gran explosión desde las entrañas de la tierra. Los únicos inmuebles públicos totalmente restaurados e, incluso, ampliados en el momento de la tragedia del año 79 tenían carácter religioso -Templo de Isis-, comercial -Eumaquia y macellu- o relacionado con el esparcimiento -Termas del Foro y anfiteatro-. Ha sido posible, por tanto, reconstruir las cicatrices de esas dos eternas novias sin arrugas llamadas Pompeya y Herculano, sepultadas bajo escombros de lapilli y ceniza. Todo se debió a la iniciativa privada, que se mueve hoy favorecida por las redes sociales y los nuevos medios. La acción nada desdeñable del emperador Vespasiano se ciñó a poner coto a las apropiaciones irregulares de suelo público, facilitadas por la destrucción del registro de bienes raíces de la ciudad. Vigilancia estatal que desde L’Aquila parece haber desistido hoy ante el voraz apetito inmobiliario.
Sabemos de la destrucción de Pompeya y Herculano merced a dos cartas de Plinio el Joven al historiador Tácito. Gracias a él ha quedado inmortalizado el heroísmo de su tío y tutor, Plinio el Viejo. El naturalista y erudito comandaba, además, la flota romana en el Tirreno y se vio obligado a socorrer a las familias residentes en las faldas del Vesubio. También deseaba asistir en primera fila a lo que entendió como un acontecimiento excepcional. No se equivocaba en lo más mínimo, pero sucumbió en una playa a causa de un episodio respiratorio o coronario. El fabuloso relato de su sobrino, que equiparó los sucesos a la destrucción de Troya, no solo sirvió para reconstruir los últimos días de Pompeya. Sentó algunas de las bases de la vulcanología como ciencia.
Existió durante el Barroco una “prensa amarilla” que actuó como contrapropaganda de la visión oficial y triunfalista de la Corona y la Iglesia. Estos miles de escritos perseguían la delectación de los públicos con tragedias, accidentes y sucesos epatantes. Las catástrofes naturales tenían un lugar privilegiado en esta modalidad “popular”, habitualmente en verso y con licencia de la censura. Sus autores concitaban la reprobación de escritores consagrados como Lope de Vega. Esta prensa amarilla, que dio cuenta de los terremotos de Lisboa en 1531 y 1755, del de Guatemala en 1541, o la erupción del Etna en 1536 y de la peste que afectó a Egipto y Turquía en 1581, buscaba el efecto moralizador de las catástrofes naturales. De este énfasis apocalíptico aún quedan rescoldos.
Aún hoy sigue siendo muy difícil predecir el próximo movimiento sísmico. Pero, a la vista de lo sucedido el pasado martes, parece que la demoscopia de la nueva era digital tampoco se encuentra muy avanzada. Qué decir, si no, de esos mayoritarios analistas y entes para el estudio de la opinión pública. En una situación próxima al empate técnico aún vaticinaban la victoria de Clinton. Poco atendieron a la vigorosa mano invisible de la espiral del silencio. Ante tan enorme imprevisión de una gran sacudida tectónica, quizá dentro de unos años se siga erizando el ánimo al recordarlo.
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