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Bonjour tristesse

La Razón
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En el almibarado y friqui universo del Festival de Eurovisión me cuentan que va escalando puestos en las casas de apuestas la canción portuguesa, como mandan los cánones tan triste que uno desearía no tener nervio sensible, como de esos subrayados de Almodóvar que paren mixes de bolero y Caetano Veloso. Entre tanta pluma festiva, la pasarela de cuerpos que sonríen como si todo fuera una dentadura pasteurizada, nos sorprende que llame la atención la melancolía, lo que demuestra lo sobrevalorada que está la felicidad. La falsa felicidad. Hasta Loquillo vende coches riéndose en lugar de recitar con cara de mala leche y verbo bravo.

En este escaparate del bienestar impostado, el Festival de marras conjuga la contradicción de tomar metanfetamina para luego acostarse con un diazepán que es lo que vienen haciendo las sociedades ricas, drogarse legalmente para que no se le escape una lágrima.

Un anuncio aparecido hace unos días que solicitaba «personas alegres, absténgase portuguesas» ha abierto el debate sobre la discriminación laboral. ¿Se puede exigir que una persona sea feliz? Hasta ahí hemos llegado en la pantomima. Queda para la posteridad un «selfie» idílico o una imagen congelada de un paraíso en instagram, pero hurtamos lo que pasó antes o después de la foto, seguramente un dolor de estómago, la noticia de un despido o el simple y lógico pensamiento de qué es lo que hacemos en este mundo, que es la pregunta que todo el mundo debería hacerse alguna vez, y tal vez lo haga con penosos resultados.

La tristeza se esconde como a los muertos, que antes pasaban en coche fúnebre por el centro del pueblo y hoy transitan por la circunvalación de la nada en cementerios tan lejanos y pulcros que diríase que son parques temáticos. Tenemos derecho a ser felices y también a estar tristes, aunque la publicidad nos hurte ese momento. Esperemos pues que antes que una gritona de un país del Este o un efebo sueco en vísperas de ser travesti, este año se reconozca la tristeza como la máxima expresión de la música. Quien no se acongoje con Bach o Lola Flores, pena, penita, pena, con Mina o Badalamenti, con Edith Piaf o Miles Davis, se pierde parte de la cultura del llanto. Los poemas de Panero, Valente, Claudio Rodrí-guez, en fin, también nos hacen felices al exorcizar la angustia de las noches sin dueño.

Sean felices y no se alarmen en la acuosa nadería de una lágrima. Aunque le vendan que es una enfermedad, la tristeza es parte de la alegría. Y no hay pastilla que lo arregle.