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Sociedad

El amor

"Vivimos rodeados de imágenes perfectas, de frases vacías, de gente que confunde el interés con el deseo, y el deseo con una cita de tres mensajes y un emoji. Todo es rápido, todo es físico, todo es urgente. Y, paradójicamente, nada queda"

Pareja de enamorados Dreamstime

En casa de mi abuela, enamorarse era una cosa seria. Seria y callada. Nadie hablaba del amor, pero todo giraba en torno a él. Él pasaba por la calle —siempre a la misma hora, como un rezo— y ella lo miraba desde el balcón, sin moverse, sin decir. Y con eso bastaba. No había sexo. Ni siquiera beso. Solo ese estremecimiento callado que nadie se atrevía a nombrar y que, sin embargo, lo llenaba todo.

El amor entonces era invisible, pero presente. Como una fiebre elegante.

Luego vino la generación de mis padres. Más valientes, menos contenida. El amor se volvió físico, pero seguía siendo amor. Se bailaba pegado, se escribían cartas con faltas de ortografía y verdad, y se lloraba por teléfono. Si te enamorabas, se te notaba. En la voz, en el cuerpo, en las decisiones. No era necesario explicar nada: se sentía.

A mí me tocó una generación de transición. La del amor con música de cassette y confesiones en portales. La del primer beso con nervios, y de conversaciones en la calle que duraban horas sin que nadie mirara un reloj. El sexo estaba ahí, claro, pero era una consecuencia, no un fin. El objetivo era otro: esa sensación inexplicable de que el mundo era más interesante si alguien te pensaba.

Y ahora… ahora parece que todo ha cambiado.

Vivimos rodeados de imágenes perfectas, de frases vacías, de gente que confunde el interés con el deseo, y el deseo con una cita de tres mensajes y un emoji. Todo es rápido, todo es físico, todo es urgente. Y, paradójicamente, nada queda.

El sexo está en todas partes: en la publicidad, en las apps, en los consejos que nadie ha pedido. Pero el amor… el amor, ese amor que te quita el hambre y te pone a mirar por la ventana, ese que te hace escribir sin saber qué estás diciendo… ese parece que se ha ido de viaje, o que se esconde por miedo a parecer cursi.

Y sin embargo, sigue siendo lo único que importa.

Porque cuando se apaga la pantalla, cuando se acaban los fuegos artificiales, cuando el cuerpo ya no pide tanto y el alma pide más… lo que queda no es una noche, es una mirada. Una mano. Un “quédate”. Un silencio cómodo. Eso que no se explica, pero se reconoce.

El amor, el de verdad, sigue siendo analógico. No tiene filtros. No se puede buscar con geolocalización. No se mide en likes ni se resume en una foto. Es torpe, es lento, es imperfecto. Pero es real.

Y no, no importa el sexo. Importa que alguien te lea. Que te entienda. Que sepa que a veces te da por llorar sin motivo...

Y lo bueno es que no depende de la edad. Porque mientras el cuerpo cambia, el corazón sigue siendo el mismo: un animal testarudo que solo quiere que lo quieran.