Opinión
El imperio de la Ley en Cataluña
Una de las cosas más importantes que aprendí hace veinte años, cuando iniciaba mi camino en el mundo del derecho a través de asignaturas como Historia del Derecho o Derecho Romano, es que uno de los mayores avances de la sociedad ha sido precisamente el de dotarnos de un tejido jurídico que reconozca derechos y establezca mecanismos para garantizarlos y protegerlos. La norma y su eficacia. Al fin y al cabo lo que separa a la sociedad de la barbarie es que puedas ir a cultivar el campo con una azada sin necesidad de ir acompañado de una escopeta. La aparente sencillez del argumento no debe empañar la complejidad de tan importante constructo social. Frente a la barbarie, el imperio de la ley como instrumento de la humanidad para convivir y prosperar. Westworld versus la sociedad civilizada.
En su libro Juicios de Estado, Jonathan Sumption, quien fuera magistrado del Tribunal Supremo británico, explica el significado del imperio de la ley resumiéndolo en tres puntos esenciales: que las autoridades públicas no pueden imponernos nada más allá de los poderes que les otorga la ley; que la gente debe tener un mínimo de derechos legales básicos; y que para controlar los límites del poder del Estado y hacer valer esos derechos, tiene que existir el acceso a jueces independientes.
Durante mucho tiempo, las comodidades de la época que nos ha tocado vivir han permitido que considerásemos que todos estos avances y garantías nos venían dados. Aprovechando esa aparente relajación algunos han querido revertir normas y principios básicos del Estado de derecho, violando directamente derechos de una parte de la ciudadanía, lo que nos debe llevar a todos como sociedad a reflexionar sobre las consecuencias de banalizar la transgresión de las normas y el incumplimiento de las resoluciones judiciales y administrativas.
En Cataluña hemos tenido multitud de ejemplos en los últimos años que quedan perfectamente plasmados en las distintas causas judiciales que han protagonizado los distintos presidentes de la Generalitat: Quim Torra y Artur Mas condenados por desobediencia; Carles Puigdemont prófugo de la justicia en la llamada causa del “procés”; y Jordi Pujol encausado en la Audiencia Nacional por organización criminal y blanqueo de capitales, entre otros delitos. Desde luego que deja de ser anécdota lo que se eleva al nivel de categoría.
Dejando aparte el mal modelo, es preocupante que el denominador común de esas conductas, al menos en tres de ellas, sea el desafío al Estado de derecho. Más allá de legítimos sentimientos de independencia de España - sobre los que no me incumbe entrar -, el desprecio a las normas que entre todos nos hemos dado, desde la Constitución hasta el propio Estatut, es lo que ha guiado la actuación de alguno de los líderes independentistas en los últimos años. Ensoñando por encima de sus posibilidades.
Pero no solo es preocupante ese desdén mostrado hacia el marco jurídico que legítima y democráticamente nos hemos dado los españoles en general y los catalanes en particular, también lo han sido las desaforadas reacciones alentadas por algunos de aquellos líderes contra las inevitables actuaciones que ante concretos incumplimientos normativos se han seguido ante los tribunales. Son muchos los episodios que nos podrían venir a la cabeza, pero me quedaré, por su representatividad, con dos. El primero, el 15 de octubre de 2015, cuando Artur Mas acudió al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña a declarar como investigado por un delito de desobediencia tras la celebración del referéndum del 9 de noviembre del año anterior, haciéndose acompañar por unos cuatrocientos alcaldes que se presentaron ante el Palacio de Justicia exhibiendo sus bastones de mando. Una imagen para la infamia que sonrojaría a cualquier democracia avanzada. El segundo se produjo con la excitación por parte de cargos públicos de sentimientos supuestamente humillados tras la publicación de la sentencia del “procés” en octubre de 2019, que se tradujo en noches de insomnio para la policía y muchos vecinos, ante los altercados más graves que se recuerdan en Cataluña en los últimos tiempos. Este fue el vivo ejemplo de lo que puede llegar a suceder cuando unos alimentan monstruos y otros miran hacia otro lado.
Toda esta experiencia nos debería enseñar que desgastar el Estado de derecho degrada la convivencia; que prescindir de los marcos normativos es más propio de gobiernos autoritarios; que incumplir las leyes siempre supone la violación de derechos reconocidos a otras personas; que para salvaguardar los derechos de todos es imprescindible contar con un poder judicial independiente; y, en definitiva, que obviar el imperio de la ley menoscaba los pilares de nuestra democracia. Si todo esto era un experimento, ha demostrado que no ha funcionado, ya que antes de hacer prosperar a la sociedad catalana, la ha envenenado. Esperemos que estas desagradables vivencias no se reproduzcan en lo sucesivo, aunque claro, eso exigiría que los responsables hicieran al menos propósito de enmienda.
Pablo Baró es magistrado y presidente de la Asociación Profesional Magistratura Cataluña
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