Opinión

Los placeres y los días

Marcel Proust
Marcel ProustGetty Images

Le tomo prestado el título a Marcel Proust, que bautizó así el libro que recoge sus escritos de juventud. Es un bonito título, que remeda o se inspira en otro, antológico, del griego Hesíodo, Los trabajos y los días. En la misma estela, el poeta Gabriel Ferrater escogió Les dones i els dies (Las mujeres y los días) para titular su obra completa.

De los dos, de Proust y de Ferrater, se ha hablado este año en todos los suplementos literarios de los periódicos, del primero por conmemorarse el primer centenario de su fallecimiento, del segundo por cumplirse los cien años de su nacimiento y los cincuenta de su muerte.

Los placeres y los días… Nos pasamos la vida aguardando no sabemos bien qué, algún hecho singular o imprevisto que la haga más interesante, y descuidamos o no prestamos atención a esos pequeños placeres cotidianos que alivian la monotonía y dejan entrever algo parecido a la felicidad.

El café de media mañana, por ejemplo, que es uno de los escasísimos momentos del día en que se deja uno llevar por la idea de que las cosas no van tan mal y el mundo está bien hecho. El tintineo de la cucharilla en la taza humeante, el murmullo de las conversaciones, la sonrisa desinteresada y generosa con que atiende la camarera a los clientes y el menudo ajetreo del mostrador constituyen la viva estampa del más civilizado bienestar.

Pero qué poco dura si le añadimos a la escena otro de sus ingredientes habituales, la lectura del periódico: la pobre gente que sufre los horrores de la guerra y afronta los trabajos y los días sin luz ni agua ni descanso, los hogares que no llegan ni siquiera para pagar los recibos de cada mes, y el espectáculo diario de los políticos irremediablemente enfrascados en sus regateos y componendas, y los estropicios de la nueva ley de educación que acaba de implantarse…

No, mejor apartar el periódico y pedir si hace falta para suplir su ausencia un cruasán, mojarlo en el café como mojó la magdalena en el té el protagonista de la novela de Proust (que lleva otro bonito título, En busca del tiempo perdido, y es uno de los monumentos literarios del siglo XX) y perderse así, lo mismo que él, por los caminos y desvanes de la memoria. Desandar los días y revivir la infancia, que en mi caso y en el de muchos de mi generación fue una infancia campesina, un verdadero tesoro, el mejor regalo que pudimos recibir: ¡aprender los nombres de los pájaros, distinguir los árboles y las plantas, trabajar en las labores del campo...!

O acogerse a alguna de las obras de misericordia con que nos obsequia la naturaleza para hacernos más llevadera la existencia: el sol, el sol de invierno que cantara Antonio Machado («Un viejecillo dice, / para su capa vieja: / “¡El sol, esta hermosura / de sol!...» Los niños juegan»), el canto de un pájaro en algún balcón, la tranquilidad de la media mañana ociosa que es privilegio de los jubilados, la delicia del cruasán mojado en el café y mezclado con su aroma.