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Opinión

Caso Esperanza Macarena: "¡Guapa, guapa, guapa!..."

El investigador y doctor en Filosofía e Historia de la Filosofía Haris Papoulias reflexiona en torno a la intervención en la talla religiosa

Virgen de la Macarena de Sevilla tras ser culminada la intervención de urgencia.REMITIDA / HANDOUT por HERMANDAD DE LA MACARENAFotografía remitida a medios de comunicación exclusivamente para ilustrar la noticia a la que hace referencia la imagen, y citando la procedencia de la imagen en la firma22/06/2025
Virgen de la Macarena HERMANDAD DE LA MACARENAEuropa Press

Ya… pero ¿qué es ser guapa para una imagen?

San Platón sabía que para una imagen no es fácil ser guapa. Y mucho menos si hablamos de una estatua, barroca, sevillana y venerada. No hace falta contar al lector lo que ocurrió con la Macarena. A estas alturas, hasta los santos de los iconostasios bizantinos conocen los hechos. Periódicos, telediarios y redes sociales han reconstruido el culebrón: que si la hermandad decidió, que si los técnicos ejecutaron, que si la Junta no supo, que si la restauración sí, pero no así…

Desde aquí quisiera plantear una cuestión que ha pasado de largo entre tanto comunicado y tanto reglamento. Una pregunta radical, originaria, casi indecente por su simplicidad: La Macarena –dicen todos los expertísimos en arte y mercado– es una obra de arte y es un bien del patrimonio cultural. Si uno repasa las columnas indignadas de estos días, verá que todas buscan la misma coartada: la normativa. Que si la Macarena está protegida por esta ley, que si la hermandad debió cumplir tal otra, que si la culpa es del restaurador, del párroco, del técnico o del Espíritu Santo. Y así, en un bucle infinito, como si el problema fuera solo de jurisprudencia o protocolo.

Y no, amigos lectores. Filosóficamente hablando, ese no es el punto. Porque todos estos discursos –legales, técnicos o patrimoniales– dan por supuesto lo que habría que cuestionar: que sabemos lo que es una obra de arte, y que la Macarena es una obra de arte y -aquí esta el meollo- siendo una obra de arte, necesitaría restauración.

Pero resulta que no. Que no todo objeto sagrado es una obra de museo. Que no toda imagen venerada es una pieza de exposición (y explotación). Y que a lo mejor la Macarena no quiere ser tratada como si fuera una escultura de museo, sino como lo que es para muchos sevillanos: una presencia viva, un cuerpo amado, una madre llorada…

Por qué los italianos dejan que los fieles acaricien los mármoles de la Porciúncula en Asís, o que rocen y besen sin pudor y consideración las paredes de la catedral de Loreto. Será que no saben de arte. O será que saben algo que nosotros hemos olvidado. Quizás ha llegado el momento de asumir que una imagen devocional no se conserva igual que una estatua romana, porque no se ama igual, no se mira igual, y desde luego no se besa igual.

Desgraciadamente, cuando se trata de cambiar mentalidades –y no solo leyes sobre protección del patrimonio– el problema se vuelve espeso, pegajoso, casi bizantino (y no lo digo como insulto: sí, queridos lectores, en algunas partes del mundo «bizantino» significa algo bueno, profundo, espiritual…). El Occidente latino paga sus pecados (¿será verdad que los pecados se heredan?), al menos desde el siglo VIII, desde aquel error colosal en forma de libro (me refiero a los Libros Carolingios) que intentó reducir la imagen devocional a una especie de biblia pauperum, eso es, un medio destinado a los analfabetos. Y mejor ni hablemos de la “apertura” vaticana hacia el arte contemporáneo en los años 60... Es eso —y no solo la incompetencia de ciertos restauradores— lo que están pagando hoy los devotos sevillanos: la secularización mercantil del patrimonio espiritual occidental.

Volvamos a Bizancio: claro que en los últimos años ha habido una fiebre occidental por ello. Todo el mundo adora los pliegues, los ojos almendrados, el dorado de fondo… Pero pocos entienden que lo esencial de la estética bizantina no está en la paleta de colores, sino en su mentalidad: el rechazo al marco, al museo, a la vitrina. Rechazo a esa manía occidental de embalsamar todo lo que vive y llamarlo «arte». Porque un icono en el museo, ya no es icono: es madera pintada, un souvenir visual para el turista.

El icono, como la Macarena, vive solo en la sinestesia del rito: la cera, el humo, la llama verdadera (no las velitas LED), el canto, el cuerpo, la lágrima y, por supuesto, el beso. Y sí, el beso la consume. No metafóricamente: la gasta, la erosiona, le quita barniz. Pero esa es su vida. No se le pueden añadir pestañas –pobre Macarena– para hacerla más guapa. Esto no es «Operación Triunfo».

Y eso, los sevillanos lo saben perfectamente. No porque se lo diga el BOE ni por ninguna circular episcopal, sino porque la aman. La miran, la llaman «guapa» y la sienten suya. Y por eso protestan. Pero la pregunta incómoda es: ¿contra quién deberían protestar?

Sinceramente, la incapacidad de los restauradores es un problema del Estado y de las Universidades que les forman. Pero las parroquias tienen que elegir: o seguir obedeciendo a ese milenario mercado del «arte» –con sus exigencias de expertos y restauradores– o atreverse, por una vez, a preguntarse qué es una imagen destinada al culto, no a nuevos clientes. ¿Una Kim Kardashian barroca, o la Macarena de siempre: gastada por los besos, como solo se gastan las imágenes verdaderas?

Haris Papoulias es investigador y doctor en Filosofía e Historia de la Filosofía