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«El regreso de Mary Poppins»:_ Vuela alto, añoranza

larazon

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Director: Rob Marshall. Guión: David Magee (Libro: P. L. Travers). Intérpretes: Emily Blunt, Lin-Manuel Miranda, Ben Wishaw, Emily Mortimer, Julie Walters.
EE UU, 2018. Duración: 112 min. Musical.
No, Mary Poppins (Emily Blunt, muy probablemente, la única actriz nacida para encarnar este papel después de aquella cursi y necesaria Julie Andrews) no vuela con un paraguas, al menos, al principio de la cinta. Ahora baja colgada de una cometa verde hecha jirones, igual que la mayoría de los sueños cuando crecemos. Jirones quedan también de la familia Banks, con un joven viudo que lamenta el repentino fallecimiento de su esposa y no se acostumbra a su ausencia, que se ve impotente para educar a a unos hijos que se saben solos y desamparados, mientras también se hunde poco a poco desde el punto de vista económico y el hogar en el que han vivido siempre puede acabar en otras manos. Rob «Chicago» Marshall, un peso pesado del musical, decidía ponerse detrás de la cámara para dirigir la secuela de uno de los títulos familiares más grandes de la historia. Una vuelta menos ripipi, menos rosa, y muy, tremendamente nostálgica. Poppins continúa siendo la «nanny» casi perfecta, mágica, estricta, deliciosamente británica, aunque luego se desmelene y los objetos vuelen solos por la habitación. Y ha decidido visitar de nuevo a aquellos niños hoy adultos porque están más perdidos que nunca. La nueva generación de los Banks necesita, desde luego, ayuda urgente, que alguien les devuelva la felicidad de antaño y les defiendan de ese pérfido malvado tan «dickensiano» que encarna el impoluto Colin Firth. Con la ayuda, claro, del alegre farolero Jack (Lin-Manuel Miranda en el papel que inmortalizó a Dick Van Dyke, quien, por cierto, realiza un cameo en el filme; Andrews, a la que le costó media vida reconducir su carrera tras este título y el todavía más empalagoso «Sonrisas y lágrimas», no aparece ni de perfil), de unos potentes números de baile, de un respeto casi sagrado hacia el original y un par de guiños a éste clave (así, la recuperación del segmento animado), de un formato elegante que huele a clásico; y, menos, aunque también cuenta, con la ayuda de un familiar encarnado por Meryl Streep y que canta como si no hubiese un mañana. Si hasta resuenan en el largometraje los ecos lejanos pero inequívocos de otro titulazo, aquel «¡Qué bello es vivir!» incombustible aunque pasen por él los años, y más años todavía; y Disney, que es Pixar, se permite incluso la licencia de homenajear al final de la obra la magistral «Up», con ese cielo cuajado de adultos volando a unos coloridos globos pegados que luego, lástima, no recordarán que de nuevo, por unos momentos, volvieron a ser pequeños sin miedos, inocentes. Hablábamos de nostalgia: sobre todo, porque hoy, más que nunca quizá, son necesarios personajes como Poppins, imperturbable al desaliento, a las grandes y pequeñas depresiones, a las canas que ya pintan aquellos a quienes tanto ayudó. No te vayas de nuevo.

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